Con el convencimiento de aquel que está ejecutando una hazaña épica, desciendo por Las Ramblas al acecho de la peor paella de Barcelona. A mi lado se agolpan millares de turistas bajo un sol infernal. Nada de eso me frena: entre ceja y ceja me preparo para la gesta de todos los tiempos.
Muchos valientes antes de mí han degustado con asombro las paellas del restaurante San Remo. El local, ubicado en el número 37 de Las Ramblas, tiene una valoración de un 1,3 en Google Maps, con casi 250 reseñas; y un 1,5 en TripAdvisor, con más de 400 opiniones. En esta aplicación, aparece en el lugar 7.860 de los 7.860 bares de Barcelona. Es decir, es el peor de la ciudad.
Al sentarme en la terraza me entra una sensación de extraña familiaridad. Durante muchos años he vivido de espaldas a estos lugares: sus cartas con fotografías de los platos preparados o el olor a fritanga forman parte de la geografía de mi ciudad. De algún modo, comerme una paella aquí es una forma de reconciliarme conmigo mismo.
De entrada, el camarero me habla en inglés. Para meterme más en el papel, yo también le respondo en la lengua de Shakespeare. ¿Sangría or beer?, me pregunta nada más sentarme. Pregunto el precio: sangría, 25 euros; cerveza, 20 euros. Pido un agua.
Estoy bastante hambriento, así que comienzo a leer la carta. Pasta, pizza, chuletón o la joya de la corona: las paellas. Evidentemente, elijo esta última opción. Para no sufrir una intoxicación por culpa del marisco, me acobardo y escojo la paella de verduras. Vegetable paela, sir. Descarto, así, la paella del senyoret, la de arroz negro, o un engendro denominado Fideguay; es decir, fideos con frankfurt y queso fundido.
Puntuales y rápidos, a los quince minutos tengo mi paella enfrente. Be careful, it’s very hot. Mientras se enfría, analizo los detalles del plato. Una gelatina de grasa recubre la parte superior del arroz, como una fina película. Pero sin duda lo que más sorprende es el color saturado del plato, parecido al de las películas en technicolor de los años cincuenta.
Reconozco que pese a que el sabor del arroz es muy artificial, es comestible. Ahora bien, el drama empieza al ingerir la verdura. Berenjena, judías verdes y zanahorias, no del todo descongeladas, sueltan agua cada vez que las masticas. Mientras, los espárragos, las alcachofas y los champiñones (sí, champiñones) son directamente incomestibles. Por último, descubro que la paella también lleva patata, lo cual termina definitivamente con el buen humor con el que me había planteado el reto.
Al terminar, una sensación de pesadumbre me invade, como si me hubiera despertado de una pesadilla muy larga. Una paloma se pone a comer a menos de 10 centímetros de mis pies y el hombre de la mesa de al lado pregunta “cuál es la especialidad de la casa”. ¡La paella!, responde sonriente el camarero.
Menos de un minuto después de dejar los cubiertos, ya me han traído la cuenta, pues hay gente esperando a que se liberen nuevas mesas para poder comer. Casi 23 euros. Pocos me parecen.