Carlos Mir (Barcelona, 1948) se ha pasado la vida yendo al cine. Ahora que lo pienso, a lo largo de las cuatro décadas que llevo cruzándomelo, la mayoría de los encuentros ha tenido lugar en una sala de cine, en un festival de cine o en cualquier acontecimiento relacionado con el cine. Aunque estudió Derecho porque pertenecía a una familia burguesa de la zona alta de Barcelona y en algo serio tenía que matricularse el chaval, Carlos no ha ejercido como abogado en su vida, dedicándose mayormente a la información cinematográfica (en revistas y, durante veinte años, presentando películas en BTV, la televisión local de su ciudad), aunque también regentó un bar en los años 90 cuyo nombre era una broma a costa del suyo propio, Caos Mil, en el que uno se coció a fuego rápido cuando tenía la costumbre de beber más de la cuenta (vicio abandonado hace tiempo para convertirme en lo que ahora sigo sin ser: un pilar de la sociedad).
Superada con creces la edad de la jubilación, el amigo Carlos ha decidido, finalmente, publicar un libro. Sobre cine, por supuesto. O, mejor dicho, sobre salas de cine. O, expresado aún con mayor propiedad, una especie de autobiografía a través de los cines de su infancia y adolescencia, desaparecidos casi todos ellos, como su propia infancia y su propia adolescencia y las de casi todos los que acudimos hace unas tardes a la presentación, en La Casa del Libro de la Rambla de Catalunya, de Los cines de mi vida. Barcelona 1950-1970, editado al alimón por Comanegra y el ayuntamiento de Barcelona y que constituye un completo repaso a una escena cinematográfica que el viento se llevó y, en cierta medida, un intento bastante logrado de socializar los recuerdos peliculeros de una o varias generaciones, las de los cines de estreno, los de reestreno preferente, los de programa doble y hasta los que aún incluían en sus sesiones espectáculos de variedades (como se encargó de rememorar una asistente al acto).
Presentaron el volumen el periodista Salvador Llopart y el delegado de cultura del ayuntamiento Xavier Marcé, aunque el presentado tiene labia suficiente para haber aguantado la convocatoria a solas y, si se me permite la broma inocente, a pelo (Carlos luce una calva radical que para sí quisiera el Dr. Maligno de las aventuras de Austin Powers). No podía ser de otra forma en alguien que casi vino al mundo en una sala de cine, pues a su madre se le ocurrió romper aguas en plena proyección, uno de esos incidentes que, prácticamente, te marcan a la hora de elegir una pasión en tu vida.
El libro cuenta con un prólogo a cargo de un viejo amigo del autor (y antiguo profesor de quien esto firma), Román Gubern, que estaba en primera fila junto a su hermana Lali y su cuñado Jorge Herralde, tres personajes de esos que, en la vida de uno, siempre han estado ahí. La selecta parroquia se componía mayormente de amigos, conocidos y saludados de un servidor de ustedes, así que creo que batí el record de encuentros más o menos inesperados con gente a la que, en muchos casos, no veía desde hacía décadas (incluyendo a una ex novia y a algunos otros sex symbols de los bares de los años 80 en diferentes grados de conservación). Millenials, lo que se dice millenials, y gente menor de cincuenta o sesenta años no se detectaban por ningún lado, pero era normal: para participar convenientemente de la presentación de Los cines de mi vida había que tener una edad o, preferiblemente, dos, pues, de lo contrario, no sabrías muy bien de qué te estaban hablando presentado y presentadores.
En ese sentido, el libro de Carlos tiene un claro componente generacional. El tránsito del autor por una serie inacabable de salas cinematográficas es, de hecho, su autobiografía por local interpuesto. El señor Mir va alternando los recuerdos personales con los cines en que se originaron. Y, por el mismo precio, te ofrece al final una completísima lista de salas desaparecidas en las que todo lector de una cierta edad encontrará aquellas en las que transcurrieron las sesiones cinematográficas de su infancia y adolescencia: como Carlos era de la zona alta, sus cines se ubican (o, en la mayoría de los casos, se ubicaban) por Sarrià y Sant Gervasi, pero cada uno de sus lectores puede encontrar los de su barrio (a mí, natural del Eixample, me ha hecho especial ilusión descubrir la dirección exacta del Emporio o del Oriente, cine éste que disponía de un techo retráctil que, en verano, se abría para que te diera el fresco o para que te dedicaras a contemplar el cielo y las estrellas si la película de turno te aburría).
Los cines de mi vida. Barcelona 1950-1970 es, afortunadamente, bastante más que un ejercicio nostálgico (que también). Yo diría que es la autobiografía sentimental de un cinéfilo que en ningún lugar ha sido más feliz que en una sala oscura en la que se proyectaran historias ajenas, cuanto más ajenas, mejor. De hecho, la mirada cinéfila de Carlos se parece mucho a la del difunto Terenci Moix, con el que nuestro hombre mantuvo una relación social y sentimental cuando el escritor intentaba sobrevivir al naufragio de su larga historia de amor (dotada de una cierta carga de toxicidad, como se deduce de la miniserie documental que le ha dedicado recientemente Filmin) con el actor Enric Majó. Para entendernos, Carlos es, como Terenci, un cinéfilo del sector más hollywoodiense, el compuesto por esa gente que no volvió a ser la misma después de ver El mago de Oz, Ben Hur, Lo que el viento se llevó o Sinuhé el egipcio.
Ideal para recordar una época finiquitada (o para descubrirla, si a algún joven se le ocurre comprarlo), el libro de Carlos Mir reconstruye con todo lujo de detalles una Barcelona desaparecida a través de un texto profusamente ilustrado y bellamente editado. El departamento de publicaciones del Ayuntamiento barcelonés debería ofrecernos más novedades como ésta, que recomiendo sinceramente a mayores y pequeñitos.