Tras presenciar la autodestrucción (o suicidio) de mi tabla de planchar mientras mi asistenta intentaba que mis camisas ofrecieran la mejor versión de sí mismas, decidí (bueno, no me quedaba más remedio) hacerme con una nueva. Como de costumbre en este tipo de situaciones, no tenía ni idea de a donde debería dirigirme para comprar la maldita tabla (no es que les tenga manía, que conste, si tuviese que adquirir una de surf tampoco sabría dónde ir). Alguien me sugirió el Servicio Estación de la calle Aragón, pero siempre que lo visito me agobio más que en los centros comerciales, que ya es decir. Me puse entonces a pensar dónde había comprado la anterior y tras unos minutos estrujándome el magín, creí recordar que tal acontecimiento había tenido lugar años atrás en la tienda donde suelo comprar las bombillas y que está a cinco minutos de casa (aunque algo me chirriaba: ¿qué tiene que ver la electricidad con las tablas de planchar?; ¿no sería más lógico que éstas se vendieran en los mismos lugares en que se encuentran las de surf?). En fin, por probar no se perdía nada, así que me acerqué a donde las bombillas y, ¡bingo!, nada más entrar, a la izquierda, me topé con dos modelos de tabla de planchar. Me hice con la que pesaba menos y aproveché para cruzar cuatro palabras con el encargado, que es un tipo muy simpático y me dijo que llevaba tiempo sin verme. No tardé en encontrar el motivo:

-Es que últimamente las bombillas halógenas me duran más. Hubo un tiempo en que reventaban cada dos por tres.

-Pues no te extrañe si la situación se repite uno de estos días…-me advirtió, haciendo después una pausa dramática que me apresuré a interrumpir:

-¿Y por qué habría de suceder tal cosa?

-Por la sequía. Estamos en período de sequía y una de las primeras medidas que se van a tomar será bajar la presión del agua por la noche. Al subirla por la mañana, se puede producir una especie de choque eléctrico que haga que las bombillas halógenas exploten. La medida entra en vigor un día de éstos. ¡Precaución!

Se supone que soy periodista y no me había enterado de que la sequía había llegado a Barcelona ni de que las autoridades se disponían a tomar medidas de choque que podían afectar a la salud de mis luces halógenas. Algo había leído de que habría que gastar menos agua a la hora de ducharse, y de que no hace faltar tener abierto el grifo todo el rato mientras te cepillas los dientes, pero de la posible explosión de bombillas nadie me había dicho nada. Eso sí, de manera un tanto oblicua, había descubierto la relación entre la electricidad y las tablas de planchar (que consiste, aparentemente, en que vas a comprar una tabla y te informan de que igual te petan las bombillas por los cambios de presión del agua a causa de la sequía).

Calles de Barcelona en una imagen de archivo

Los de ciudad nos creemos que la sequía es algo que solo afecta a la gente del campo y de los pueblos. Pero la información de mi tendero tenía bastante lógica: hace meses que en Barcelona no cae ni una gota de agua (bueno, exagero, ha habido alguna que otra llovizna, pero nada serio ni realmente útil y necesario). Los embalses de Cataluña están bajo mínimos. Hay que dejar de usar agua potable para muchas tareas de limpieza. No se pueden llenar las piscinas. Hasta a la hora de tirar de la cadena del váter hay que usar media carga de agua. Y ahora vienen, teóricamente, las bajadas nocturnas de presión, que pueden fundirme las bombillas halógenas, algo que nunca habría descubierto de no necesitar una tabla de planchar, que es un aparato que no tiene nada que ver con la electricidad, ni con el agua ni con el cambio climático, pues solo es un objeto inanimado que no se enchufa a ninguna parte (a diferencia de la plancha en sí, pero me veo incapaz de meterme en ese tema, que preveo mucho más complicado).

La BARCELONA DE LA INFANCIA

Volví a casa con la tabla bajo el brazo (al pasar ante un escaparate, comprobé que lucía un aspecto más ridículo que el que se ofrece sosteniendo una tabla de surf, por cierto) y pensando, inevitablemente, en el cambio climático. De ahí pasé al cambio estacional, y a los recuerdos infantiles de cuando en Barcelona teníamos cada año una primavera, un verano, un otoño y un invierno (ahora tengo la impresión de que solo nos quedan el verano y un otoño que nunca acaba de convertirse en invierno; la primavera nos la han soplado). De repente, me vi como uno de esos niños que aparecen en las fotografías en blanco y negro de Catalá Roca tomadas en los años 50 y 60 del pasado siglo y tomé súbita conciencia de ese cambio climático al que me da la impresión de que no prestamos la atención requerida.

Yo solo pretendía comprar una tabla de planchar, pero no me había dado cuenta de que en este mundo todo está conectado, una cosa lleva a otra y de las tablas de planchar pasas a las bombillas halógenas, de las bombillas halógenas a la presión del agua, de la presión del agua a la extinción de la luz y la subsiguiente oscuridad, de la oscuridad a la sequía, de la sequía al cambio climático, del cambio climático a la nostalgia por la Barcelona de tu infancia y así sucesivamente…Hasta que, como me ocurrió a mí, llegas a casa, aparcas la tabla contra una estantería y clamas: “¡Este mundo se va a la mierda!”.