De nuevo la dirección del Liceu nos ha tomado el pelo programando como ópera algo que no lo es. La temporada de ópera tiene, en principio, ocho óperas representadas y cuatro conciertos, recitales, ballet o similar. Llamar a lo que se representa ahora en el Liceu ópera es, simplemente, una falta de respeto al público, especialmente a los abonados.
La versión de Mozart del Mesías de Händel une a estudiosos de los dos maestros, y no le gusta a ninguno. Se trata de una obra encargada por Gottfried van Swieten que el maestro austriaco aceptó para ganarse un dinerillo. Además de traducir el texto al alemán, usando textos de la Biblia de Lutero, cambió unos tres quintos de la obra, adaptando una obra en inglés concebida para una orquesta barroca en un lugar público, a una pieza en alemán para ser interpretada en privado con los gustos musicales de la Viena de finales del siglo XVIII. Amplió la orquesta con instrumentos más al gusto de la época, especialmente la sección de viento, introduciendo, por ejemplo, el clarinete, inexistente en las orquestas barrocas.
El resultado recuerda en ocasiones, como es lógico, a la Flauta Mágica, a la Misa en Do menor o incluso al Requiem. La orquestación de Mozart es más sofisticada y completa, sin duda, pero en ocasiones pierde el brillo del metal original. Las piezas más célebres, el Aleluya y el Amén, son perfectamente reconocibles, pero les falta la potencia y brillo del original.
Pero más allá de si Der Messias gusta o no, lo que se perpetra en el Liceu es otro sacrilegio que, además, nos priva de una producción operística de verdad en una temporada yerma de estrellas, y más desde que Kaufmann decidió no venir en junio. Tratar de llevar a escena un oratorio es un ejercicio tan vacuo como innecesario. Además, el Mesías no contiene una narrativa, sino que es una contemplación sobre diferentes aspectos de la vida del Mesías cristiano. Es imposible dramatizar una sucesión de cuadros. La estética visual no es mala, pero no encaja con nada.
La orquesta del Liceu, a tope
Pero si el concepto es complejo, entendible solo para audiencias que consumen mucha, mucha música clásica como Salzburgo, hay escenas que, simplemente, rozan el ridículo. No es de recibo que la soprano se tenga que tirar un vaso de agua por la cabeza mientras canta, que el tenor se ponga a bailar la música como si se tratase de una verbena, que el bajo salga disfrazado de japonés, que un bailarín haga no se sabe el qué, siendo lamentable su performance de astronauta en plena interpretación del Aleluya, o que el coro vaya vestido, y maquillado, cual fantoche y deambule entre la escena y el foso, perdiendo sonoridad en una buena parte de la representación.
La dirección musical, al estilo de Pons, que al menos ya sabemos que marcha. La orquesta totalmente inmisericorde con los cantantes, algunos cortos de voz, e incluso con el coro, a quien llega a opacar. Pons pone a la orquesta del Liceu a todo volumen y el que quiera y pueda que le siga.
De los cuatro solistas destaca sin duda la soprano, Julia Lezhneva, a pesar de la auto ducha que tiene que infligirse y lo tieso de su artificial posición durante el 90% del tiempo que está en escena. Los otros tres solistas, mucho más flojos. El tenor, Richard Croft, ya no es el que era, además de tener que bailar de manera algo boba con la cara pintada cual payaso durante una buena parte de tiempo, a Kate Lindsey, disfrazada de la dama de la noche de la flauta mágica, le falta volumen, y el bajo Krešimir Stražanac es, probablemente, el más justito de los cuatro, incluso con problemas de afinación.
En resumen, una producción que no aporta nada y que para un teatro tan limitado en oferta como el nuestro, no tiene sentido alguno que se programe. Esto no es una ópera, ni debería contar como tal en el abono.