Recurro al título español de la película de Martin Scorsese, Afterhours, para encabezar esta crónica en honor de la única fiesta sincera que celebramos cada año los barceloneses, quienes solemos recurrir a excusas religiosas para comer y beber sin tasa y hacer el ganso mientras el cuerpo aguante: la verbena de San Juan (sí, le hemos tenido que poner un nombre de santo, pero es para disimular, pues la cosa es de natural paganaza y dionisíaca). Nuestras fiestas, por regla general, consisten en involucrar a la divinidad para dedicarnos a asuntos que de divino tienen bien poco. ¿Nace Jesucristo?: pues a beber, a beber y a apurar las copas del licor (que decía la canción). ¿Crucifican al pobre hombre?: ¡a la playa con la toalla! Lo de que nunca hemos de tomar el nombre de Dios en vano nos lo pasamos por el arco de triunfo y nos quedamos tan anchos. De ahí que se agradezca tanto una celebración como la de San Juan (o solsticio de verano), absolutamente sincera en sus pretensiones: coman y beban como si no hubiera un mañana, emborráchense, dróguense, salten hogueras, báñense a medianoche y follen (si pueden).
La verbena de San Juan ideal consiste en querer a todo el mundo y alegrarse de estar vivo. Fomenta la solidaridad y las ganas de hacer el ganso en compañía. Ya lo decía Serrat en una de sus canciones: “En la noche de San Juan todos comparten su pan, su tortilla y su gabán” (no sé quién lleva abrigo al principio del verano, pero todo sea por el ripio poético). A diferencia de otras fiestas, como la Navidad o la Semana Santa, no existe el complejo de culpa de involucrar al Altísimo en nuestras francachelas. Tras añadirle al pobre san Juan (sin consultarle), el solsticio de verano es un pasaporte al desenfreno, la cogorza y el intercambio de fluidos. Las pretensiones sexuales resultan, además, modestas, nada que ver con la exigencia de aquello de “Sábado, sabadete, camisa limpia y un polvete”, que implica una periodicidad no siempre fácil de sostener.
Durante años arrastré la vergüenza de no haberme acostado jamás con una mujer durante la noche de San Juan (por mucho que saliera siempre de casa con tan noble intención). Entiéndanme, no es que fuera virgen, sino que esos agradables encuentros nunca habían tenido lugar en tan comprensiva noche. Ya me había hecho a la idea de que nunca lo iba a conseguir cuando una buena amiga me invitó a su casa de Sitges frente al mar y me presentó a una murciana vivaracha que me hizo ojitos ipso facto (yo ya tenía cuarenta y tantos años y me había olvidado de lo del polvo verbenero: ¡nunca es tarde si la dicha es buena!). Por la tarde nos fuimos un ratito a la playa, se quedó en tanga, le dije que tenía el culo muy bonito, me dio las gracias, se lo acaricié, nos besamos y cuando me agarró dulcemente el paquete supe que la noche prometía. Se apoderó de mí entonces una euforia adolescente y pasé olímpicamente de aquella tesis de Andy Warhol según la cual, todo acaba llegándote en esta vida, pero siempre cuando ya no lo deseas: ¡yo lo seguía deseando!
Para añadir un poco de anticipation, hubo que disimular un poco hasta la hora de irse a dormir, pues había más gente en la casa y tampoco era cuestión de desaparecer en dirección al cuarto más cercano para lanzarse a hacer el bonobo. Ah, amigos, qué dulces horas bebiendo, comiendo y haciendo piececitos por debajo de la mesa. ¡Cuán dionisíaco me sentía! Llegaba un cuarto de siglo tarde a la ceremonia galante verbenera, pero la disfrutaba como un adolescente.
Estuve saliendo con M. durante cosa de un año, aunque yo vivía en Barcelona y ella en Wilmington, Carolina del Norte, donde daba clases en la universidad, lo cual me permitió pasar un verano en uno de los principales feudos del Ku Klux Klan, que es también el lugar en que se rodaron las dos versiones de El cabo del miedo y la impresionante Blue Velvet, de David Lynch (una noche aparcamos el coche frente al edificio en el que vivía Isabella Rossellini en la ficción y nos quedamos mirándolo un rato, como si esperáramos la aparición de Dennis Hopper y el encierro de Kyle McLachlan en el armario).
Los romances a distancia tienen sus peligros. Un buen día, M. me puso los cuernos con un gañán local, me enteré y la cesé por correo electrónico. Pero nunca le he guardado rencor porque gracias a ella pude echar, a mi edad avanzada, mi primer polvo de San Juan. No sé qué habrá sido de la murciana, pero me acuerdo de ella en cada verbena. Ignoro, querido lector, cómo habrá transcurrido la suya, pero quiero creer que también atesora el recuerdo de una en concreto. Y espero que no sea por haberse caído sobre las llamas mientras, totalmente cocido, intentaba saltar una hoguera.