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La historia de Víctor con la lotería empezó mucho antes de abrir su administración en el centro comercial Las Arenas, en la Plaza España de Barcelona. Su vínculo nació en la infancia, cuando veía a su abuela, desde Mancha Real, en Jaén, gestionar su propia administración.

Aquella imagen le marcó. En la farmacia de su madre en la capital catalana se distribuían los décimos que enviaba la abuela, y ese pequeño ritual anual se convirtió en una forma de mantener viva una cercanía que los casi mil kilómetros no podían borrar. “Era como una forma de unirme a ella en la distancia”, recuerda.

Loterías y Apuestas del Estado las Arenas SIMÓN SÁNCHEZ Barcelona

Con el tiempo, cuando el bachillerato se complicó y las dudas sobre el futuro aparecieron, aquella semilla volvió. Había sido siempre un buen vendedor de lotería: en asociaciones, en recaudaciones del colegio… Y le gustaba. “Esto te tiene que gustar”, dice. No es un negocio para quien lo necesite, sino "para quien de verdad quiere dedicarse a ello".

El salto: abrir con 22 años

La oportunidad de abrir en Las Arenas llegó casi como un signo. Víctor tenía 22 años cuando se lanzó sin red, con la ayuda puntual de la familia, pero básicamente solo. “A la aventura”, como él mismo lo define.

Aquellos primeros meses y años fueron una especie de máster acelerado “a base de muchas hostias”. Lo que había visto en la administración de su abuela no tenía nada que ver con empezar de cero en Barcelona.

Yo pensaba que esto iba a ser llegar, abrir y empezar”, admite. Pero la realidad fue muchísimo más dura: márgenes muy bajos, costes elevados y una ciudad que no espera a nadie. Aun así, siguió. Y sigue.

Los inicios duros: obras, pandemia y resistencia

Los años siguientes no le dieron tregua. Las obras de Plaza España, que aún continúan, fueron una pesadilla: dos años con la puerta del metro cerrada, la escalera mecánica averiada, el flujo natural de gente interrumpido. Estar en el centro, pero sin paso de personas, convertía cada día en un desafío.

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Luego llegó la pandemia, que terminó de rematar un contexto ya muy complicado. Sin embargo, para él aquello no fue un freno, sino un acelerador. Dice que, en su caso, vivir al límite despierta el ingenio. Le obligó a reinventarse. A trabajar en sí mismo, en su crecimiento personal, y después en el negocio.

“Tuve que reinventarme yo primero; al estar yo bien, todo ha estado mejor", cuenta.

Dentro de la administración: un pequeño santuario del azar

Hoy, al entrar en su administración, destaca la mezcla de tradición y nerviosismo que impregna el ambiente. El local está lleno de décimos hasta el último rincón, los carteles de premios antiguos se reparten por la pared como reliquias, y en el centro preside una enorme piedra dorada, una especie de tótem que muchos clientes tocan con tímida esperanza.

Fuera, la cola avanza en un clima fresco, pero no frío, con la gente abrigada, pero ligera, conteniendo una ilusión que parece querer salir, pero aún no se atreve.

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La clientela es variada: vecinos del barrio, trabajadores de oficinas cercanas, personas que vienen desde lejos solo para mantener su ritual, incluso quienes acuden a diario. “Hay gente que vive en barrios lejanos y viene expresamente cada día”, explica.

Y eso, reconoce, es también lo que le sostiene: la fidelidad mutua que se genera con los años.

El peso de la responsabilidad y la llegada de los premios

Cuando habla del sorteo de Navidad, Víctor admite que no duerme los días previos. No por superstición, sino por responsabilidad: “Almacenas los sueños de miles de personas”. Cada décimo entregado es una promesa potencial. Cada número agotado, una historia posible.

Su primer gran premio de Navidad llegó en 2019: un cuarto premio. Lo recuerda al instante por una escena muy concreta. Un señor había venido el último día preguntando insistentemente por ese número porque lo había soñado. Ya estaba agotado. Y cuando Víctor oyó el número premiado, pensó: “No puede ser”, y se acordó de la cara de aquel hombre. Años después, aún lo revive.

Su vida hoy: trabajo, familia y conciliación imposible

Actualmente, su día a día es una combinación exigente de trabajo y familia. Vive en el centro, en una calle bulliciosa, trabaja muchas horas y tiene un hijo de once meses. Además, espera una niña en febrero. “La suerte nunca descansa y yo tampoco”, comenta.

La conciliación familiar le resulta casi imposible, pero siente un deber hacia quienes llevan años confiando en él.

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A veces tiene días malos, como cualquiera. Cuando aparecen pensamientos negativos, intenta recordarse a sí mismo: “Poco a poco. No tengas prisa”. Y también que, aunque solo han pasado diez años, el nivel de ventas y consolidación que han logrado en Cataluña y España no es menor.

Rutinas, supersticiones y la lógica del jugador

En la administración se ven todas las manías imaginables: gente que compra siempre el mismo número, la misma terminación, el mismo día. Víctor las ha visto todas: “Miles y miles”, dice.

Él, en cambio, no tiene ninguna superstición particular. Cree que la suerte es fe más acción. Por eso juega unos 30 números, y de algunos incluso diez décimos, aunque ya no piensa en ello como dinero, sino como parte del oficio.

Para él, la acción es fundamental: “Si tienes ilusión, pero no haces nada, es una fe muerta”. Y comprar un décimo, aunque sea uno, forma parte de ese gesto mínimo necesario.

Innovación, digitalización y el futuro

Su administración fue una de las primeras en España en vender lotería para empresas a través de internet, allá por 2015. En ese momento, para muchas compañías era algo incomprensible. Tras la pandemia, sin embargo, se convirtió en lo habitual. Ahora, las empresas buscan sobre todo ver cómo lo haces tú, si te adaptas.

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Víctor sabe que el negocio necesita avanzar. Pero también que los márgenes son muy bajos: del 4% en Navidad y 6% en el resto de loterías. “Solo con que Navidad tuviera el 6% se podría invertir muchísimo más”, explica. Ese 2% cambiaría el músculo tecnológico del sector. Y es que admite, que las ganancias de la lotería de Navidad son escasas: "De 20 euros por décimo, brutos nos quedamos 90 céntimos", confiesa. 

Aun así, continúa. Porque cada año son más los que vuelven. Porque siente que quedan cosas por crear. Y porque, al final, la suerte —o la piedra dorada— siempre tiene la última palabra.