Sasha Marchenko luce las uñas de gel popularizadas por Rosalía, pero jamás había oído hablar de la cantante catalana. Hasta hace unas semanas lo único que conocía de España era el jamón, cuenta entre las risas de Lisa, Dominika y Veronika. A más de 3.000 kilómetros de su casa en Kiev (Ucrania) las cuatro amigas son inseparables. Bailaban juntas antes de la guerra y ahora el conflicto las ha unido más. El Ballet Ruso Barcelona les ha abierto sus puertas de par en par y estas niñas siguen sonriendo porque su sueño sigue vivo: convertirse en bailarinas profesionales.

“Estamos aprendiendo cosas nuevas, los ejercicios son diferentes. Lo encuentro más difícil. Hay chicas con diferentes niveles, algunas con un nivel muy alto”, explica Sasha (16 años) sentada en el suelo de una de las amplias salas de la escuela, en la avenida de Josep Tarradellas. Pasan algunos minutos de las 14:00 horas del pasado sábado y las chicas disfrutan de una pausa antes de retomar de las clases que empiezan a las 10:00. La increíble elasticidad de sus posturas imposibles solo tiene un secreto: cuatro horas de baile diarias y un día de descanso (domingo) a la semana.

BIENVENIDA DE DOMINIKA

Conservar su excelente forma física fue una de las principales razones que empujaron a estas chicas –a las puertas de la adolescencia– y a sus madres a dejar sus casas en Kiev. Prácticamente acaban de aterrizar en la capital catalana. La primera en llegar fue Dominika Fedorova, de 15 años. Una pequeña comitiva encabezada por Boris y Blanca, directores de la escuela, recibían el 13 de marzo en la estación de Sants a la bailarina acompañada de su madre y su hermano pequeño. Hoy, la desorientación que reflejaba su mirada se ha esfumado. “Ese día tenía muchas cosas en la cabeza”, cuenta risueña la más locuaz de sus amigas.

La guerra ha golpeado con dureza Irpín, la ciudad de Dominika. “Cuando empezaron a caer las bombas nos escondimos en el sótano de casa. Se escuchaban los tiroteos. El quinto día de guerra mi madre decidió que teníamos que irnos porque la cosa estaba muy mal”, recuerda. Cuenta que su padre es policía, que no le cuenta lo que hace, y que ahora sabe identificar a sus amigas verdaderas, las que realmente se interesan por ella y le preguntan cómo le va.

SOLIDARIDAD

A Dominika le gusta el mar. Lo ve desde la ventana de su casa en Gavà y también –como puntualiza– desde su escuela donde aprende, principalmente, castellano. Ella y su familia viven en casa de los abuelos de un compañero que los acogen mientras reordenan su presente y futuro, hoy, marcado por las balas de la geopolítica más atroz. De momento se muestra preocupada por su abuela. “Últimamente tarda mucho en contestarnos. Los rusos les obligan a comprar unas tarjetas para llamar por teléfono, pero nadie lo hace por temor a que los escuchen”, explica mirando Sofi Markarova. Esta bailarina ucraniana de 13 años, en Barcelona desde hace cinco, se ha puesto el traje de intérprete y ayuda a Metrópoli a traducir la entrevista del ucraniano al castellano.

En orden: Dominika, Sasha, Veronika y Lisa / METRÓPOLI

Frente al horror siempre surge la solidaridad, aquel pegamento que une a las personas en las peores condiciones. Hoy, el Ballet Ruso Barcelona actúa como esa cola de impacto y abre un camino de esperanza para estas bailarinas. No es el único caso. Agrupadas bajo el paraguas del Youth America Grand Prix (YAGP), algunas de las más prestigiosas escuelas de danza del mundo acogen a centenares de bailarinas ucranianas. Se alejan de la guerra y algo vital para sus carreras: no parar. “En ballet las carreras son cortas. Las mujeres se jubilan a los 40 años. Es muy importante continuar porque, de lo contrario, puede ser demasiado tarde”, revela el bailarín y profesor Boris Shepelev. "Queremos bailar profesionalmente, por eso hemos venido", recalca Sasha.

UNA MADRE "¡NO QUIEREN VOLVER!"

La YAPG, un programa internacional que impulsa con becas el talento artístico, llamó a la puerta de Boris y Blanca, su mujer. Les pedían ayuda para acoger a algunas niñas. “Ni nos lo pensamos. Nos escribieron sobre la una de la mañana y minutos después ya habíamos contactado con las familias”, recuerda ella. En clase las nuevas aprenden de las alumnas habituales y viceversa. “Cada profesor tiene un estilo diferente. Es bueno que aprendan un poco de cada uno”, observa él.

Yulia Marchenko celebra la felicidad de Sasha. “Están muy felices aquí. ¡Mi hija dice que no quiere volver al ballet ucraniano!”, suelta entre risas. “Todos pensábamos que la guerra terminaría rápido, pero el tiempo pasaba. Las niñas debían continuar bailando”, señala esta mujer que piensa en como reconducir sus planes de vida. Lisa Byielich no entiende la guerra. “No tiene sentido que gente inocente esté muriendo por nada. Nadie sabe cuánto va a terminar esto”, se lamenta la bailarina de 13 años.

Alumnas del Ballet Ruso Barcelona durante una clase el pasado 1 de abril / GALA ESPÍN

BLANCA: "RESPETAMOS SU ESPACIO"

Esta mañana, una quinta bailarina que se incorporó a la escuela ha viajado a Polonia con su familia. "Ha ocurrido algo grave, un asunto personal", comenta Blanca. Desde la escuela gestionan con delicadeza sus historias. "Intentamos respetar su espacio. Solo comparten lo que ellas quieren", dice Blanca.  “Evitamos preguntar porque no sabes como reaccionarán. No queremos que colapsen”, subraya Boris.

El codirector de la escuela Ballet Ruso Barcelona tiene nacionalidad rusa y norteamericana. Se declara pacifista, "anti todas las guerras" y remarca los lazos de rusos e ucranianos. "Siempre hemos sido hermanos. No me da vergüenza ser ruso. Siempre lo seré. Solo somos personas. ¿Qué diferencia hay entre esta niña ucraniana y esta catalana excepto el lugar en el que han nacido?", lanza Boris, que insiste en mantener las artes alejadas de la política.

RUSOFOBIA

Sobre algunos episodios de rusofobia vividos en Barcelona, Blanca dice no haber detectado ningún episodio en la escuela. Aquí bailan niñas con familias de origen catalanas, ruso y de muchas otras nacionalidades. "Da igual donde has nacido. Cada país tiene cosas buenas y malas", comenta Boris.

A Veronika Kotova, de 16 años, le gusta Barcelona, pero no hay un solo día en que no piense en su familia. El miedo y la incertidumbre es compartido por todas. "A mí me hubiera gustado venir aquí por otro motivo. Todas queremos volver y algún día lo haremos porque Ucrania es nuestro país". De momento encuentran calor en su nuevo hogar, el Ballet Ruso Barcelona, cuyas puertas las saludan y despiden cada día con un gran corazón dibujado con mariposas con los colores de la bandera ucraniana.

Las cuatro amigas en el Ballet Ruso Barcelona / METRÓPOLI

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