La Vila de Gràcia es sinónimo de plazas y de terrazas. La vida gira en torno a estos oasis de ocio y esparcimiento que dan oxígeno a las estrechas calles de uno de los barrios más pacificados de Barcelona, pero en los últimos años también han sido objeto de controversia. El aumento del turismo y la proliferación de bares han generado tensiones entre vecinos y restauradores, que han estado un año debatiendo con el distrito un plan para cambiar la distribución actual de las plazas.
La reordenación de las terrazas de siete plazas de la Vila de Gràcia, aprobada a principios de marzo, podría acabar en los tribunales si el consistorio no atiende algunas de las reclamaciones de la Asociación de Bares y Restaurantes del barrio, que califica de “despropósito” el proyecto actual. “Nos sentimos defraudados por el paripé del proceso participativo”, explica a Metrópoli Abierta la portavoz de la asociación, Melissa Privitera.
Los propietarios lamentan que las numerosas reuniones con el distrito solo han servido para “perder el tiempo” porque el proyecto que se ha aprobado es prácticamente igual al que se les presentó el primer día. “Para hacer lo mismo que hacía CiU no necesitábamos un proceso participativo”, lamenta Melissa. Uno de los grandes temas de discusión es el número de mesas que cada bar puede tener en la terraza, que representan buena parte de sus ingresos.
MENOS MESAS
En números globales, el proyecto contempla una reducción mínima de las mesas, que pasarían de 225 a 218. Algo que satisface a la Associació de Veïns de la Vila de Gràcia, ya que implica un cambio de tendencia y por primera vez se logra que las terrazas ocupen menos espacio en las plazas. También se van a cambiar piezas del mobiliario urbano para mejorar la movilidad y la convivencia. El problema es que no todas las plazas, ni todos los restaurantes, están afectados de la misma manera.
Las plazas del Nord, de Rovira i Trias y del Sol ganan unas pocas mesas (diez, en concreto), mientras que Diamant se queda como estaba, con ocho mesas de un solo local. En cambio, la Vila de Gràcia, la Revolució y la Virreina pierden 17 mesas, y de hecho son bares y restaurantes de estas tres plazas los que han constituido la asociación. Esta misma semana han presentado alegaciones al proyecto de reordenación, justo cuando iba a acabarse el periodo de exposición pública, pero no tienen muchas esperanzas.
“Hemos presentado las alegaciones, pero estamos convencidos de que las van denegar porque siempre lo hacen”, señala Melissa, visiblemente enfadada. “Es un formalismo que no sirve de nada, pero sin las alegaciones no podemos presentar una denuncia”. La también propietaria del restaurante Amélie, en la Vila de Gràcia, asegura que llegarán hasta el final para defender sus intereses porque se han sentido menospreciados: “Trabajamos de sol a foco y no nos sobra el dinero. Parece que somos capitalistas que depredamos de la sociedad”.
TERRAZAS PARA AL BARRIO
Los bares y restaurantes afectados por la reducción de las mesas calculan que perderán entre un 16% y un 25% de su facturación anual, según el tamaño del local y el tipo de negocio. “Tendremos menos mesas, menos ingresos, pero los mismos gastos porque una terraza te obliga a doblar el personal”, lamentan desde la asociación. Aunque reconocen que la terraza le da un atractivo añadido a cualquier restaurante, y más en Gràcia, donde es garantía de lleno absoluto en muchas horas del día, también defienden que eso implica más inversión (el precio del traspaso es mayor porque ya no se conceden nuevas licencias de terraza) y más costes de mantenimiento (en la Vila de Gràcia pagan 2.122 euros al año por cada terraza).
“En el fondo nos sabe mal porque hemos apostado por ser parte del barrio y ahora tendremos que subir los precios. En invierno dependemos de los vecinos y esto afectará a nuestra relación con ellos”, añade Melissa. Entre semana los bares de la Vila de Gràcia están llenas de padres del Patronat Domènech, del Jujol y de l'Univers, que cuidan de sus hijos mientras se toman un café en las terrazas. “Hay turistas, claro, pero como en todas partes”, y a ellos les da igual pagar tres o cuatro euros por una caña. Al vecino de toda la vida, no tanto.