Pere Torres Grau es el director general de la Autoritat del Transport Metropolità (ATM). Hijo de Reus, es un economista que ha vivido de ejercer cargos. Entre presidencias, vicepresidencias, direcciones y una asesoría del conseller de Interior Felip Puig (CDC), suma en su hoja de servicios nueve empleos bien pagados. Con perfil de empleado público de segunda fila, poco brillante y menos mediático, su aportación al bienestar de las poblaciones afectadas consiste en cambiar el nombre de  veinte estaciones de metro, tranvía, Rodalies y FGC. Como Rodalies funciona a la perfección, el metro es un modelo de seguridad, el tranvía no entorpece la movilidad y no causa accidentes y los ferrocatas desconocen los retrasos, Torres dedica una millonada no especificada a la decoración e instalación de miles de carteles y señales en todas las estaciones y apeaderos. Algo muy útil, necesario y urgente.

Cuánto costará la operación, quién hará los diseños, qué empresas se ocuparán de tantas faenas, a qué imprenta se encargará y si habrá muchos comisionistas no se sabe. Lo que da que pensar en cuando Torres estaba en la órbita de aquel partido del tres por ciento. En todo caso, ¿de qué sirve cambiar y alargar nombres como Llucmajor República, hacerse un lío con  Fabra i Puig y Sant Andreu, sustituir Clot por El Clot, o dedicar una parada a los Indians, algunos de los cuales se enriquecieron con la trata de seres humanos, como el derribado Antonio López? Entre contradicciones y ridículos habituales, Torres promete que todo se hará progresivamente para aprovechar sinergias y minimizar costes. Lo que significa años y años de obras y negocios.

 

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