Las historias de los medicamentos suelen ser largas y accidentadas, y pocas de estas historias tienen un final feliz, porque la mayoría de los compuestos no superan las pruebas médicas. Algo así estuvo a punto de ocurrir con el citrato de sildenafilo o sildenafilo a secas, para los amigos. Los médicos y bioquímicos de Pfizer buscaban un medicamento para tratar la hipertensión arterial pulmonar. Tan pronto el medicamento entró en las pruebas de la fase I, cuando comienza a probarse con seres humanos, se vio que apenas tenía efecto en las anginas de pecho, pero, ay, doctor, resulta que se me pone tiesa.

En efecto, el sildenafilo inducía «notables erecciones de pene». Este efecto secundario fue observado y anotado cuidadosamente y Pfizer le dio la vuelta al invento. El sildenafilo no nos iba a arreglar las anginas de pecho, pero sí que iba a levantar muchas picas en Flandes. Pfizer patentó el medicamento en 1996 y se autorizó su venta en 1998 para tratar la disfunción eréctil. Viagra fue el nombre comercial escogido para el sildenafilo. Fue la bomba. Pfizer vendió más mil millones de dólares al año de pastillitas azules sólo en los Estados Unidos entre 1999 y 2001.

A veces, uno busca el éxito por un lado y le viene por el otro. Es el azar, damas y caballeros, la voluble diosa Fortuna, o Dios jugando a los dados, llámenlo como quieran. Ya decía Maquiavelo que un buen príncipe ha de saber sortear el azar.

A finales del siglo XIX, la iglesia católica, en horas bajas frente a la ilustración, el liberalismo, el positivismo, el progreso científico y otros demonios de reciente cuño, como el socialismo o el feminismo, alentó un movimiento reaccionario que partió del primer Concilio Vaticano (1869). Una nueva generación de católicos intentó salvar a Occidente de las garras del materialismo y el pecado regresando a las viejas costumbres. De ahí el auge de las iglesias «neo» (neogóticas, neoclásicas, neobizantinas, etc.) en la arquitectura sacra de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Una de estas iglesias fue, por ejemplo, el Sacre-Coeur de París. Otra, la Sagrada Familia de Barcelona.

Lo cierto es que cuando la construcción del templo dependió de las buenas intenciones de los fieles, las limosnas y el pago para acortar las visitas al Purgatorio, las obras se murieron de asco. No parecía que la estrategia vaticana tuviera éxito. Diez largos años, diez, se pasó Gaudí con la obra inmovilizada por falta de capital, y otros muchos años parecidos vendrían después, hasta que Barcelona se proclamó olímpica. Entones hizo efecto el sildenafilo sagradafamiliaresco, que, digámoslo francamente, nadie había previsto.

El éxito del templo expiatorio sorprendió a propios y extraños. La Sagrada Familia sobresale hoy sin disimulo por encima de los tejados de nuestra ciudad, apunta al cielo, erecta, erguida, bajo los efectos del sildenafilo… perdón, del turismo. En qué estaría yo pensando, doctor Freud.

Porque como templo expiatorio no movía un alma, pero como parque de atracciones atrae a millones de personas. Esa mezcla entre Las Vegas, Disneylandia y el castillo del conde Drácula ha sido el gran invento del siglo. Recauda, sólo en entradas, más de cien millones de euros al año. El efecto sildenafilo ha convertido un fallido intento de regeneración cristiana en un símbolo fálico enorme de la ciudad de Barcelona. Como ven, nunca sabes por dónde te va a salir la diosa Fortuna y mejor estar atento a las oportunidades.

Pero no llegaremos muy lejos si lo fiamos todo a un parque de atracciones. Nadie me negará que Barcelona y su área metropolitana necesitan un sildenafilo, uno que nos ponga al día, que nos haga más interesantes, que nos permita vivir mejor, que nos convierta en referentes en España, Europa, Occidente o el mundo, como prefieran. Pero qué sildenafilo será es algo que, ahora mismo, desconocemos. O no.

Quizá lo tengamos delante de nuestras narices. Seguro que sí. Pero hace falta inteligencia y un carácter avispado para darle la vuelta al calcetín y descubrir eso que hará que Barcelona, como la Sagrada Familia, se levante como un cohete.

Me pregunto qué hará las veces de sildenafilo de Barcelona, creo que es lícito preguntárselo. ¿Las nuevas tecnologías? Es una opción válida, pero es también una vaguedad a la que le falta concreción, porque mira que no hay nuevas tecnologías ni nada. ¿El turismo? Bastante tensionada está ya la ciudad con el turismo, no vayamos a liarlo más. Si me permitieran apostar, diría que aquello que hará de Barcelona una ciudad más interesante se esconde en el mundo de la cultura. ¿Qué será? ¿Qué, concretamente? ¡Ojalá lo supiera! Y ojalá hubiera también gente lo suficientemente espabilada y preparada para descubrir la oportunidad que la diosa Fortuna nos ofrece y sacar un buen partido de ella.