Hay nombres que se heredan y nombres que se conquistan. El de la Casa Orlandai pertenece, sin duda, a los segundos. Porque "Orlandai" no es el apellido de un burgués, ni el de un arquitecto famoso, ni siquiera el topónimo de un lugar. Orlandai, antes que una casa, fue un secreto.
El héroe imaginario de una niña llamada Roser, un personaje “fuerte, valiente y astuto” que todo lo podía conseguir.
La historia del edificio se remonta, sin embargo, a algunos siglos atrás. Se levantó sobre los cimientos de un antiguo más del siglo XVII, en lo que entonces eran las afueras de Sarrià.
Un 'casoplón burgués'
Su historia impredecible comenzó en 1870, cuando Manuel Galve, un sastre de Teruel con ambición que acabó como directivo de la Cros, encargó su sueño burgués a un joven Rafael Guastavino, años antes de que este se convirtiera en "el arquitecto de Nueva York".
El resultado fue una casa ecléctica, un escaparate de estatus donde los suelos de mosaico hidráulico dibujaban alfombras de colores y la luz se filtraba a borbotones a través de los delicados vitrales modernistas de la escalera. Era la Casa Galve. Un nombre de familia bien, digno de un casoplón burgués.
Casa Orlandai
El primer chispazo de rebeldía llegó en los años 50, cuando sus salones dejaron de albergar una vida privada para acoger el murmullo colectivo de la Escola Talitha, un faro de renovación pedagógica en plena oscuridad. La casa empezó a vibrar con un propósito distinto, a llenarse de ideas y de un sonido de libertad que sus muros nunca antes habían conocido.
Adiós al apellido Galve
Aunque su bautismo definitivo, la revelación, llegaría en 1974. La escuela necesitaba un nombre nuevo y, en un acto de democracia asombroso para la época, se lo pidieron a los niños. Fue entonces cuando una de las alumnas, Roser, decidió compartir su secreto.
Entregó un papel con el nombre de su amigo invisible, ese que le daba fuerzas. Y en la votación, entre todas las opciones, ganó la magia. Ganó Orlandai. En ese preciso instante, la casa se despojó del apellido Galve para siempre. Su identidad ya no residiría en la escritura de propiedad, sino en el poder de la imaginación de una niña.
Y la palabra fue tan poderosa que se convirtió en destino. Cuando la escuela se trasladó décadas más tarde, el nombre se negó a marcharse. Hoy, convertida en un centro cívico que bulle de actividad gestionado por los propios vecinos, la luz que atraviesa aquellos mismos vitrales ya no ilumina la vida privada de una familia, sino talleres de cerámica, debates y conciertos.
El elegante cascarón de Guastavino sigue en pie, pero su alma ya no es la del estatus, sino la de la comunidad.
es Y colorín colorado… así fue como Sarrià perdió una propiedad burguesa y ganó un centro cívico cuya identidad fue soñada por una niña y conquistada por todos.
