Ahora que han pasado unos cuantos días de la mani a favor de la acogida de refugiados, que tantas palmaditas en el hombro y elogios generó tanto entre quienes asistieron como en quienes no pero se sienten orgullosos de que Barcelona haya sido la ciudad más movilizada de Europa al respecto, tal vez sea un buen momento para hablar de relaciones humanas.
Lo propongo a partir de la dificultad que siempre supone pensar al, hablar de o relacionarse con el extranjero, que bien puede equivaler a decir el diferente. Llegar a establecer una relación con otro, ya se trate de un familiar, una pareja, un compañero o un amigo, depende en gran medida del conocimiento de ese otro y del respeto que guardemos o no respecto de su singularidad, de su diferencia. En general esto no ocurre, y nos vemos impelidos a mantener relaciones incómodas aun cuando un letrero de neón nos esté señalando, en la punta misma de nuestra nariz, que lo más conveniente para ambas partes sería guardar distancia.
Se dio cuenta de ello Schopenhauer hace un siglo y medio, cuando escribió Parerga y Paralipomena. En esa parábola, el filósofo alemán contaba lo que le sucedió a un grupo de puercoespines durante una helada jornada invernal. Para protegerse del aire gélido y buscar un poco de calor corporal proveniente del cuerpo de los otros, los puercoespines empezaron a acercarse, pero en cada intento de tocarse salían repelidos por los pinchazos que cada uno les propinaba a los demás con sus púas. Al final, los simpáticos erizos lograron encontrar la distancia más aconsejable para recibir algo del calor de los demás sin llevarse a cambio el dolor de los pinchazos.
La conclusión es bien sencilla de entender, si bien resulta más complicado hallar una solución al dilema: necesitados como estamos de la cercanía de los otros (herencia de haber nacido absolutamente desprotegidos, librados al cuidado de un protector que nos salvara de una muerte segura), acercarnos demasiado puede y suele acarrear daños, mientras que mantenernos muy alejados favorece el desarrollo de la angustia que acompaña a la soledad indeseada.
Medio millón de personas según los organizadores (casi 400.000 menos según la Guàrdia Urbana, que cuenta con los dedos y no tiene tantos) salieron a la calle para decir que los refugiados serán bien acogidos por los barceloneses. Muy lindo gesto, sí, señor: la multitud más grande que se lanzó a manifestarse desde la segunda invasión de Irak está dispuesta a abrir las puertas de sus salones, comedores y dormitorios para que vengan esos pobres necesitados de cobijo que se congelan ahora por distintos lugares de la insolidaria Europa como los puercoespines de Schopenhauer. La multitud está dispuesta, pero ¿qué pasaría si tomáramos uno por uno a los individuos que la formaban el sábado pasado?
Una multitud no puede ser considerada una masa psicológica hasta que se establezcan entre sí unos vínculos afectivos
La sorpresa sería mayúscula entonces, porque, desmarcado del fenómeno de masa, de la muchedumbre, el individuo volvería a poner por delante sus propias preferencias en cuanto a la distancia para evitar los pinchazos. Junto a uno que estuviera encantado con meter incluso en su propia cama a un refugiado aparecería otro que comenzaría a pensar en su privacidad, otro que pondría por delante de la solidaridad cuestiones de seguridad personal, otro que sopesaría hasta qué punto su economía permite un acto solidario de ese tipo, otro que…
¿Soy un desalmado cínico descreído o me apoyo en algo para semejante afirmación? Me gusta estar apoyado en algo más sólido que mis propias convicciones, y en este caso lo hago en lo que Freud escribió en Psicología de las masas y análisis del yo en 1921: una multitud no puede ser considerada una masa psicológica hasta que se establezcan entre sí unos vínculos afectivos. En este sentido, el pasado sábado se había producido esa vinculación, propiciada por un ideal (la solidaridad: Volem acollir) que borró la intolerancia hacia el diferente e hizo que la suma de individuos parecieran un todo homogéneo, pero la desvinculación derivada del final del acto reivindicativo resultó instantánea, y entonces reemergió la figura del individuo, que en el uno-por-uno mirará primero su ombligo antes que la tragedia ajena.