Aquí mismo, en esta publicación, leí hace días una información titulada Más barceloneses de los previstos se han escapado de puente. Se publicó a las puertas del fin de semana pasado, más largo por estar pegado al Día del Trabajador.
Según informaba el Servei Català de Tràfic, 520.000 vehículos abandonaron el área de Barcelona, lo que suponía un 5,2 % más de los previstos inicialmente.
Pero el asunto no es que nos detengamos a analizar la cifra, ni tampoco el incremento o la previsión inferior por parte de los encargados de vigilar esos viajes en coche, moto u otro medio. Lo que interesa, como recoge el titular de esta columna, es la idea de escapada.
No es nuevo eso de escaparse. De hecho, cada fin de semana miles de personas aprovechan para hacer una escapada a algún destino distinto de los cotidianos. Hasta la publicidad se dio cuenta del asunto y echó mano de la idea: los más memoriosos recordarán una campaña promovida por el gobierno de Andorra cuyo lema era precisamente ese, L’escapada.
Pero, dado que están insertados en el habla cotidiana, el verbo y la acción que comporta es posible que hayan ido perdiendo su sentido. Escapar significa, según el DRAE, “salir de un encierro o un peligro. Escapar de la prisión, de la enfermedad”, y también “salir, huir”. Así las cosas, hacer una escapada comporta todo esto, lo cual debería llevarnos a alguna reflexión.
El ser humano sólo accedió al trabajo movido por la necesidad de modificar el mundo en el que vivía. Si nos remontamos hasta el hombre de las cavernas, resulta sencillo imaginarlo sometido por la naturaleza en todos los ámbitos: la más negra oscuridad nocturna mientras no tuvo acceso al fuego, las inclemencias de temperaturas extremas, la acechanza de animales feroces... La solución, claro, estaba en sus manos, y no sólo en un sentido metafórico: cuando se puso a trabajar con ellas creó las herramientas que comenzaron a hacerle posible modificar el mundo en el que vivía, procurarse alimento para él y su horda, levantar una vivienda... y así, hasta el smartphone y los selfies.
Nuestra vida, de no mediar el trabajo, es una tendencia a establecernos en una zona de confort. Crecemos ante la dificultad. Si creemos que la felicidad reside en poder vivir sin tener que trabajar, aparte de que viviremos el trabajo como un castigo bíblico, lo que ocurrirá es que sólo tendremos la expectativa de felicidad centrada en el descanso; acabado éste, nuestra existencia volverá a ser la de un mero portador de una pesada carga de lunes a viernes, mientras espero la próxima escapada, la siguiente huida.
El trabajo es la postergación que impone la realidad para la realización de un deseo y, sobre todo, es un valor que permite a las personas entregar algo a la sociedad a cambio de lo que reciben de ella. Esto nos permite pensar el trabajo como un vehículo no sólo para ganar dinero que después invertiremos de tal o cual manera, sino para tejer un entramado en el que adquirimos un compromiso. Un compromiso con el mundo, con nosotros mismos y con todos.
Joseph Weiszenbaum, un informático inventor de la cibernética, dijo que “al hombre que tiene un martillo el mundo se le llena de objetos para golpear”. Piense en esto: cuando nos dicen, desde la ideología que sea (la familiar, la del círculo de amistades, la de la publicidad, etc.), que trabajar es malo, que lo bueno sería vivir sin trabajar, nos están privando de la única herramienta que tenemos para modificar el mundo en el que vivimos. Así que cuidado con lo que deseamos, porque a lo peor se cumplirá.