La elección de Barcelona como sede de los Juegos Olímpicos de 1992 supuso, entre otras muchas y variopintas consecuencias, que la ciudad se abriera a unas playas hasta entonces infrautilizadas. Eran aquellos espacios que más bien se parecían a vertederos de las fábricas —pocas en uso, otras ya abandonadas— que poblaban el litoral, a excepción hecha de la Barceloneta, donde restaurantes y chiringuitos ocupaban buena parte del lugar donde debería haber estado el público bañista.
A la fiebre olímpica siguieron años de esplendor para el playerío barcelonés, con sus balnearios de nombres tan evocadores como Somorrostro, Nova Icària, Bogatell, Mar Bella o Llevant. La calidad del agua pasó de ser cuasi pútrida a óptima, y cualquier vecino podía acercarse para un refrescante baño cuando el calor empezaba a apretar. Los amantes del sol también se felicitaban por el trabajo diario de limpieza de la playa, y se instaló una conciencia individual para cuidar de aquel espacio colectivo: cada vez se dejaban menos envases o restos multiformes en la arena, cada vez se llenaban más las papeleras.
Pero la luna de miel entre la playa y el vecino duró unos pocos años. La salvaje explotación turística —promovida por unas políticas basadas en el neoliberalismo— y, claro, la tan querida cultura del pelotazo que Barcelona coprotagonizó con otras ciudades españolas desde la década de 1990, progresivamente han ido causando una metamorfosis en nuestro litoral. Chiringuitos metidos en la misma playa con su música a veces sonando a un volumen molesto para el descanso, muchedumbres apelotonadas entre vaharadas sudorosas mezcladas con olor a crema bronceadora y, cómo no, vendedores ambulantes de todo cuanto uno pueda imaginar: desde los cocolos cargados de refrescos, birras y aguas minerales, pasando por las asiáticas que ofrecen masajes, hasta los manteros que hacen el intento de colocarte lo suyo con su letanía de chal-pareo. Todo lo cual forma un coro incesante, como en una insufrible pieza operística, capaz de horadar el cerebro del playista más zen.
Vamos a la playa, aquella canción de Righeira que marcó el verano de 1983 y trascendió sus límites, requiere hoy de un indispensable añadido: pero a primera hora. Sólo entonces, entre las siete y las diez, es posible gozar del sonido de las olas besando la orilla, experimentar algo parecido al relax mientras estás tumbado en la arena. A partir de entonces aquello no es una playa, sino un insufrible e incesante desfile de proveedores vocingleros.
No tengo nada contra la posibilidad de que esos vendedores-de-casi-todo se ganen la vida, aun cuando es atendible la queja de los comerciantes que pagan sus no pocos impuestos y tasas para ver cómo crece esta competencia de asimétrica justicia. Pero quien haya hecho la experiencia de querer descansar tumbado en una playa de Barcelona cualquier día de calor, y estos de mediados de junio lo son, sabrá que los cocolos y sus colegas lo ponen francamente difícil.
¿Y los vigilantes de la playa? Pues deben estar en California…