Pocos metros antes del pavimento de mosaico de Joan Miró, donde se detiene la furgoneta del Terror de las Ramblas, está el Mercat de la Boqueria. Más abajo, equidistante, se levanta el Gran Teatre del Liceu. Aquel jueves 17 de agosto de 2017 se seguía oyendo en las paradas del mercado: “Vine al Mercat, Reina! ¡Ven al mercado, guapa!”; ese día el Liceu guardaba silencio, como esperando el atentado, como si recordara el terror de las bombas esféricas Orsini que el anarquista Santiago Salvador Franch lanzara al patio de butacas el 7 de noviembre de 1893. Boqueria y Liceu ya habían presenciado el terrorismo en Barcelona: no les venía de nuevas. Una bomba quedó sin estallar; la otra provocó 22 muertos y 35 heridos. Un mensaje del anarquismo.
En aquel Liceu de Barcelona, en plena ópera Guillermo Tell de Puccini, había estallado la bomba esférica Orsini, a reventar de dinamita y activada por contacto mediante unos pinchos de fulminato de mercurio que la rodeaban. Parecía el eco diabólico del mismo atentado contra Napoleón III años antes, un 14 de enero de 1858, al llegar a la Ópera de París para ver –¡oh, casualidad!– el mismo Guillermo Tell de Puccini basado en la obra de Friedrich Schiller. ¡Es la “Conexión Guillermo Tell”! Mensaje, también del anarquismo.
Dice la leyenda que cierto día en que Guillermo Tell pasaba por la plaza mayor de Altdorf acompañado de su hijo, rehusó inclinarse ante el soberano de la Casa de Habsburgo. El gobernador de Altdorf detuvo a Tell y le obligó a disparar su ballesta contra una manzana verde colocada a 100 pasos de distancia sobre la cabeza de su propio hijo. Si Tell acertaba, sería librado de cualquier cargo. Si no lo hacía, sería condenado a muerte. Tell introdujo dos flechas en su ballesta, apuntó y acertó en la manzana sin herir a su hijo. Cuando el gobernador le preguntó la razón de la segunda flecha, Guillermo Tell le contestó que estaba dirigida al corazón del malvado gobernador en caso de que la primera hubiera herido a su hijo.
La parábola de Guillermo Tell nos viene al pelo. Occidente no se inclina ante el terror del Estado Islámico. “¡No tenim por! ¡No tenemos miedo!” Es cierto: una furgoneta de chapuceros ha arrasado personas, creencias y dignidades en nuestras Ramblas barcelonesas. Barcelona, y con ella todo Occidente, afina su puntería y dispara a la manzana jugándose el todo por el todo: ¡No tenim por! Es el fracaso del terrorismo político-religioso que no sólo no atemoriza sino que hace reflexionar al enemigo y lo desarma ideológicamente. ¡No tenemos miedo! Pero Guillermo Tell tiene una segunda flecha preparada y envenenada.
Younes Abouya, el fatídico conductor, mataba por Dios y pensaba que moría por Dios; ahora ya ni vive para matar ni piensa para morir. Hay una conversación en el más allá entre Guillermo Tell, el operista Puccini, el anarquista del Liceu, los muertos del atentado y tantas víctimas del terrorismo de Estado, en la que Dios le habla a cada uno palabras de consuelo y de amor. Y, al llegar a Younes Abouya, que mataba por Dios y pensaba que moría por Dios, Éste le dice a aquél: “¡Apártate de mí, Satanás, que me escandalizas!” Y ahí el fundamentalista islámico recibe la segunda flecha de Guillermo Tell. ¡Oh, paradoja!
El héroe suizo nos representa a todos en nuestro afán de independencia, en nuestra puntería democrática y en la capacidad de estar unidos en la adversidad. Guillermo Tell, del que Eugenio d’Ors escribió en 1926 su Tragedia política en tres jornadas, representa a los que sabemos que ellos matan en nombre de un dios que no es Dios. El piloto de esa furgoneta está esculpido también en esa triste figura que Antoni Gaudí quiso representar en la fachada del Templo Expiatorio de la Sagrada Familia: un hombre que recibe de manos del diablo la bomba esférica Orsini. Esa escultura representa el espanto del terrorismo y la grotesquez de la muerte, y no en vano fue titulada La tentación del hombre en 1895.
El Estado Islámico se presenta al hombre como la tentación de una guerra de nadie contra todos. Opera contra población civil inocente desde un rostro sin facciones; no hay una fisonomía típica del terrorismo. El rostro del diablo es el mismo de siempre: anarquismo, aniquilación, dinamita, falsa política, destrucción. En la escena de Gaudí un hombre recibe la bomba del yihadismo. El terrorismo no es estrictamente una realidad sólida, sino la triste tentación de aniquilar al Otro.