La mayoría de gente que me rodea vive del momento: el último Whatsapp, la última llamada, el último comentario. En la punta de los labios de muchas y muchos está el comentario desanimante de la última noticia desanimante. La ansiedad se apodera de nosotros y empezamos a depender de una atmósfera: de la corrupción de los políticos, del desastre de la vida personal de un famoso, de la bajada del IBEX, de un accidente de tráfico o de un mal desenlace sentimental. La ciudad de Barcelona nos empalaga con sus noticias constantes: gente que acampa en Arc de Triomf, el intento de la alcaldesa de cerrar la “Playa” del Eixample, un turismo que deambula en busca de tapas, sin conocer el templo romano de Augusto.
Vamos mendigando un comentario de ánimo, unas palmaditas en la espalda, una mirada de misericordia, un poco de cariño que nos alivie de las malas noticias. Metidos de lleno en el pesimismo, nuestras vidas tienen poco sentido y estamos esperando un momento de evasión, una falsa complicidad, un placer pasajero que nos alivie y nos ausente de una vida poco feliz. A veces, basta con compartir una botella de ginebra, un falso amor o una calada de humo para hacer un alto en el camino y poder seguir adelante. La falsedad de una vida falsa: un gin-tonic en el Boca Chica del Passatge de la Concepció o una partida de billar en el Snooker de Roger de Llúria 42.
La vida tiene unos circuitos habituales y buscamos salirnos de ellos, escapar, buscando una mirada verde o azul que nos consuele, una silueta, un tono de voz distinto. Iniciamos una conversación prometedora con alguien nuevo, descubrimos un alma gemela o una media naranja, flirteamos con la realidad rayando la fantasía. El anestésico de la víctima. Es la enfermedad del victimismo que se apodera de los países con mayor bienestar del mundo. La velocidad de Barcelona nos atrapa y nos sentimos solos, aun rodeados a veces de gente maravillosa. Personas que darían la vida por nosotros aparecen en nuestras vidas como seres invisibles a los que no valoramos. Miramos a gente que van a estar con nosotros hasta la muerte, con ojos vacíos, con corazón de barro, sin saber descubrir en ellos y ellas que no hay victimismo posible si somos capaces de servir a nuestro alrededor.
Nos dejamos llevar por el impulso nervioso de una vida mental y emocional sin rumbo, incapaces de descubrir que el centro de nuestras vidas está justo en el centro de nuestras almas, que aspiran a algo más que al placer inmediato, la compañía de los aduladores y las miradas seductoras que prometen un falso amor. La Ciudad Condal nos agasaja, y nos promete un futuro mejor.
Pero la culpa de todo no la tiene ni Mariano Rajoy, ni Pedro Sánchez, ni Quim Torra ni Ada Colau. Ni Barcelona tiene soluciones para todo. La bolsa se desploma y el Corte Inglés se descompone. España e Italia disparan sus primas de riesgo. Hay que hacer examen. No vaya a ser que san Agustín, en plena decadencia del imperio romano, volviera a tener la razón: “¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste”.