Es la segunda vez que abandona su hogar. La primera vez casi no lo cuenta. Lo encontraron hecho una birria, mal alimentado, sin techo, sin futuro. Lo devolvieron a la escuela de donde salió, le volvieron a enseñar lo que había que enseñarle y cuando creyeron que estaba a punto para enfrentarse de nuevo con la vida lo dejaron ir en un lugarcito al sur de Portugal. Entonces, le perdieron la pista. Litio, que así se llamaba el lince ibérico en cuestión, apareció a mil y pico kilómetros de distancia unos meses más tarde, provocando el pasmo del personal.
A unos linces les da por quedarse en casa y a otros por liar los bártulos y salir a ver mundo. Litio salió de estos últimos. Atravesó en diagonal la península ibérica. Cruzó autopistas, autovías, carreteras y caminos de cabra, grandes y procelosos cauces y riachuelos esmirriados, con la sola y única idea de instalarse en los arrabales de una gran ciudad, Barcelona. Lo descubrieron unos guardias forestales, que esperaban ver cualquier cosa menos un lince. Litio les pareció satisfecho, feliz y bien alimentado, llegado a su destino. A la señal de alerta, un montón de biólogos andaluces que trabajan en eso de salvar al lince partieron en su busca, para sacarlo de ahí y amargarle el final de la escapada.
Porque, a decir de los expertos, la conurbación de Barcelona no es el mejor lugar para que viva un lince. De entrada, lo del transporte público está muy mal y el coche lo utiliza todo quisque. Por eso el territorio está atravesado de lado a lado por una tupida red de atascos kilométricos y hubiera sido fácil que Litio hubiera muerto atropellado por la bicicleta de un repartidor imprevisto o esa moto que se cuela entre los automóviles, aunque todos los expertos coinciden en que hubiera sido muy raro que acabara bajo las ruedas de un tranvía.
Luego está, y perdonen ustedes, el asunto del sexo. Es bien cierto que Litio vive de comer conejos, pero los conservadores del lince (que por algo son conservadores) quieren que se eche una novia formal y tenga descendencia. En Barcelona lo iba a tener chungo. No por falta de conejos (me cuentan que la población cunícula de algunas zonas del Baix Llobregat es abundante), sino porque tan pronto se hubiera echado novia habría descubierto que los alquileres están por las nubes, los trabajos, muy mal remunerados, las escuelas son concertadas y cuestan una pasta, lo de morirse cuesta un dineral y entre una cosa y la otra se le habría ido la vida en disgustos.
Los que vigilaban a Litio también temieron que algún turista lo descubriera y al grito de «¡Un gato de Gaudí!» se le hubiera echado encima una turbamulta de guiris que habrían querido hacerse un selfi con él. O un CDR que lo hubiera tildado de colono hispano. O algún animalista vegano presto a censurarle por comer conejos, que vivimos en una «Vegans’ Friendly City», ya saben. ¡No lo hubiera tenido fácil en Barcelona!
Un día tendremos que discutir seriamente por qué un lugar tan atractivo para vivir y disfrutar de la vida suma tantos inconvenientes prácticos y qué podríamos hacer para superarlos, en vez de discutir por el color de un lacito o enredarnos en lo guay, cosas que no llevan a ninguna parte. Qué pena todo, porque un poco de Litio nos hubiera ido bien para superar los altibajos del ánima, ésos que se dan con frecuencia en estos tiempos que corren; pero el pobre bicho fue capturado y enviado de vuelta a casa. Este año se quedó sin playa.