En mayo de 1983, Freddie Mercury acudió a un concierto en la Royal Opera House de Londres. Él asistía para disfrutar de Luciano Pavarotti, pero esa noche su atención se la robó Montserrat Caballé. Empezaba una amistad especial entre una soprano que representaba el purismo del canon de la música occidental y un cantante de rock que, en realidad, había pasado con Queen muy cerca del Tristán e Isolda de Richard Wagner.
Más tarde, en marzo de 1987, Freddie voló a Barcelona para conocer a Caballé. Traía en una casette la melodía de 'Barcelona', que había compuesto con Mike Moran, músico, productor discográfico y compositor. A la cantante le gustó tanto, que ella y Freddie acordaron empezar a trabajar con la canción para un álbum que grabarían juntos. En mayo cantaron por primera vez “Barcelona” en la discoteca Ku Ibiza. Había nacido el himno oficial para los Juegos Olímpicos de Barcelona 92’.
Una de las razones de la desavenencia entre Richard Wagner y Friedrich Nietzsche es que éste despreciaba la ópera porque según él la palabra polucionaba la música. El autor de El origen de la tragedia consideraba la ópera como lo más contrario a la tensión trágica entre lo bello y lo sublime. La llamó, peyorativamente, un stilo rappresentativo en el que las fuerzas de lo disonisíaco se echaban a perder sin remedio. Pero Caballé y Mercury hicieron ópera y música moderna en un mismo acto musical: una obra maestra que mezclaba tradiciones distintas.
La muerte de Caballé y, en su momento, la de Mercury, han sido consoladoras para la historia de la música porque ahora cantan juntos, probablemente junto al coro de los ángeles, los profetas y los santos. En la Barcelona del 92 Caballé se hizo rockera disonante y Mercury fue un tenor de la consonancia. Era un dúo vocal en el que ambos dialogaban sin que la palabra y el sonido se hicieran incompatibles. El desgarro de la voz de Mercury se mezclaba con la ascendencia tonal de Caballé hasta alcanzar octavas celestiales. Allí estaba todo: el clasicismo concertista de Mozart, el drama musical de Wagner o el cromatismo impresionista de Debussy. Pero también encontramos jazz, folk o rock and roll como los de Louis Armstrong, Duke Ellington, Miles Davis, Elvis Presley y Bob Dylan.
La historia de la música enseña mucho sobre la realidad misma, incluso sobre el presente de nuestra política. Barcelona siempre se ha llevado bien con la música, pero últimamente, como capital de Catalunya, se lleva mal con la política. Parece como si la disonancia de la partitura política actual la llevara un Quim Torra y, como un violín sordo que suena por detrás, un Carles Puigdemont desafinado. Los del PDeCAT ponen la letra y los de ERC –entre barrotes– la música, como si fuera la opereta de un independentismo que aboca el Procés al desastre. Empiezan ahora a sonar los acordes de las elecciones municipales y no se ven siluetas políticas de entidad en comparación con aquellos músicos del 92’. Barcelona debería volver a una musicalidad política que esté a la altura del Liceu y del Palau de la música. Porque es peligroso seguir desafinando.