Para muchas personas, la inmensa mayoría, la Sagrada Familia es uno de los principales iconos de la ciudad, si no el icono, a secas. Para otras, una gigantesca horterada… Para gustos, colores, desde luego. Lo cierto es que hace más de 130 años comenzó la construcción del característico templo bajo el amparo administrativo del entonces Ayuntamiento de Sant Martí de Provençals sin apenas condiciones. Tras la anexión de los municipios del plano de Barcelona al ayuntamiento central, el monumento olvidó o quiso olvidar solicitar su correspondiente licencia de obras al nuevo Consistorio. Por si este despiste no fuese suficiente, durante el siglo y pico de sucesivos gobiernos en la ciudad, todos también olvidaron o quisieron olvidar regularizar una obra que casi se podía divisar desde cualquier esquina de Barcelona. Cosas de la memoria política, que cuando quiere, o no, se vuelve diminuta.
La obra culmen del emblemático Antoni Gaudí, una vez recogió el testigo del arquitecto original diocesano Francesc de Paula, es curiosamente una de las mejores metáforas de cómo la ciudad de Barcelona se ha rendido una y otra vez a los intereses de unos pocos. En 1881, el empresario devoto Josep Maria Bocabella, siguiendo su misión de divulgación del catolicismo y la ideología conservadora en plena Revolución Industrial, promovió su construcción tras la compra de los terrenos a cambio de 1.034€. El templo tenía que convertirse en la gran catedral de la nueva era y, para ello, el arquitecto fetiche de la vanguardista burguesía catalana debía poner su sello en un monumento llamado a convertirse en un referente más allá de la ciudad, un enclave ideológico fundamental para orientar a las masas hacia el catolicismo. Y, de paso, crear un referente simbólico majestuoso que combatiera la herejía, especialmente al marxismo y al anarquismo.
Como iba diciendo, la Sagrada Familia llevaba más de 130 años construyéndose sin licencia y, quizás lo que es más significativo, con todas las facilidades del mundo. Hoy en día es un monumento que es capaz de ingresar alrededor de 100 millones de euros al año. Su interior es visitado por más de 4 millones y medio de turistas anualmente y más de 20 millones su exterior. Casi podemos decir que el templo genera una ciudad dentro de la ciudad, con más de 67.000 visitas diarias (el barrio tiene apenas 51.000 habitantes). En las últimas décadas, con la explosión turística de Barcelona, buena parte del comercio del barrio se ha transformado en establecimientos para el visitante, la densidad de tráfico y transeúntes es insostenible, el entorno se degrada con facilidad y los transportes se presentan desbordados cotidianamente. El templo genera gastos y desgaste a la ciudad a través de su industrialización turística, a cambio de nada o casi nada. El interés privado en este caso, como ya nos hemos acostumbrado a presenciar en otros tantos, se imponía sobre el interés público.
Estos días, tras años de quejas vecinales constantes, por fin, en el tercer siglo tras el inicio de su construcción, el Ayuntamiento de Barcelona ha negociado una licencia de obras para la basílica. Ha requerido de una planificación urbanística especial para el área que implica que el Patronato de la Sagrada Familia se responsabilice de al menos una parte de los efectos de la explotación del templo. Durante los próximos 10 años su licencia le exige la aportación a las arcas municipales de 36 de los 1.000 millones que prevé ingresar el Patronato durante este periodo. Estos recursos deberán destinarse, en más de un 60% a mejorar el transporte público, un 20% a ampliar y mejorar los accesos del metro y otro 20% a la urbanización y mejora de la gestión pública del entorno. De alguna manera, y aquí hay una clara novedad no solo en este caso sino en comparación con las grandes promociones privadas en el espacio urbano, la iniciativa privada debe comprometerse con el interés público.
Hacer las calles y la ciudad nuestras requiere exigir que los intereses vecinales se coloquen en el lugar prioritario en la gestión urbana. Durante más de un siglo, el templo insigne de la Barcelona contemporánea, la que hereda la tradición de haber sido una de las primeras ciudades del sur de Europa en industrializarse, ha impuesto su ley (quizás divina), marcándole la vida cotidiana a su vecindario. Hoy tal vez es un poquito más nuestra y, sobre todo, podemos tener el gusto de demostrarnos que la industrialización turística de la ciudad puede ser regulada y acondicionada a nuestras necesidades. Podemos, además, recordar que nuestra ciudad es mucho más que sus iconos.