Barcelona siempre ha vivido de la mentira. Explican que era una gran ciudad medieval cuando era un simple nicho de peste. Se jactaba de cuna de la revolución industrial cuando apenas tuvo fuerza para tirar las murallas a mediados del S. XIX. La llamaron la ciudad de los prodigios cuando era la ciudad de unas elites oscuras. En resumen, Barcelona nunca ha sido nada en Europa.

Solo, y ese ha sido su momento mas glorioso, vio la luz de su podredumbre a partir de los JJOO de 1992. Quienes hemos nacido aquí recordamos con vergüenza que, en los 80, los amigos, los turistas, venían a la Costa Brava y, a lo sumo, bajaban un día a la ciudad. Fea, sin gusto, clasista, sucia. Un lugar perdido en un mapa, cerca de un aeropuerto de segunda. Una capital de la nada y alejada de todo el glamour europeo.

Desde entonces, con orgullo, con carácter, la ciudad ha construido una imagen diferente. Ahora ya nadie viaja un día a la Costa Brava y desde allí una tarde a Barcelona. Ahora, la gente llega a nuestra capital. Incluso somos el destino favorito de fin de semana en Europa. Aunque todo eso, levantado en 20 años, puede irse a pique. Quienes hoy gestionan la ciudad no tienen orgullo, no tienen personalidad, no saben más que arrastrarse por copiar en vez de crear. Son como esos barceloneses de siglos atrás, moribundos de las pestes y enfermedades.

Pero no solo los políticos o los taxistas, ahora tan de moda, o incluso los manteros. También muchos de sus gestores, peor de sus supuestas élites. Escuchas como el presidente de turismo, Joan Gaspart, nunca ha viajado en el metro de su ciudad o peor aún, en círculos más reducidos, oyes a un directivo del metro de Barcelona decir que jamas subiría a uno. Eso sí, luego de 30 años viviendo como gestor del metro. El orgullo de una cosa, incluso de una ciudad, suma con su uso o su disfrute. Si quien gestiona el turismo, la base del crecimiento post JJOO de la ciudad, es incapaz de conocer mas allá de su casa o su oficina, hacemos un flaco favor a Barcelona.

Y con respeto, o sin él, gente como los taxistas, cuyo conocimiento urbano se reduce a llevar una oficina con ruedas, o los manteros, cuya mayor acto geográfico es saber la ruta del almacén a casa y de allí a Plaza Catalunya, son otros síntomas de la pérdida de orgullo urbano. El retorno a aquella Barcelona de segunda, destino de una tarde oscura, triste y sucia tras una semana low cost en la Costa Brava. Y ese final, esa vuelta al origen, no es algo nuevo en la ciudad. Aunque algunos no lo crean es volver a la Barcelona de siempre. La ciudad que nunca fue nada, la ciudad amurallada triste y solitaria que sin tan siquiera tenía un lugar en el mapa.