La simpatía no siempre es un concepto agradable. Quienes sean más doctos en ciertos temas reconocerán varias expresiones como “estallar por simpatía” o incluso “explotar por simpatía”. Ambas usadas, en general, como referencia a las sucesivas y simultaneas explosiones de un material o elemento próximo. Por ejemplo, cuando un barco provoca “por simpatía” el incendio de un vecino.

En Cataluña quienes hemos vivido los hechos de octubre del 2017 sufrimos mucho. En recientes conversaciones con independentistas uno percibe que ellos nunca han sido conscientes del daño y el dolor ocasionado. Recuerdo lagrimas, sufrimientos, noches sin sueños, entre la gente más cercana. Para los otros era un momento de alegría y éxtasis. Para nosotros una vuelta al tenebroso pasado del miedo.

El dolor, en esas semanas, no se movía por simpatía, simplemente explotaba de forma individual y familiar. Había dos sociedades alejadas. Sólo unidas, en muchas ocasiones, por un lazo familiar y, a veces, separadas por unos metros que volaron por los aires. Con los meses, el dolor de unos se convirtió en la rabia de los otros. Unos siempre sufrimos y otros simplemente cambiaron de ánimo. Su fracaso nunca fue dolor, simplemente porque nunca perdieron nada. Quisieron socializar el mal, aquel patrón del miedo, desde una distancia de poder y manipulación. Olvidaron que detrás había personas y sentimientos.

Cataluña siempre fue una sociedad dual. Donde unos se organizaban en formatos parecidos a aquellos del Sur de Italia para dotarse de poder, recursos y colocar a sus peones en cualquier lugar trufado de dinero público: una administración, una televisión o un medio. Desde allí jamás vieron el dolor de la gente de la calle. Aún hoy son incapaces de discernir sus actos sumisos. Seguramente, por algo muy básico, consideran el ser catalán como un ideal de vida, un centro del mundo imaginario.

Cuando el dolor llego a más de la mitad de la población catalana, ellos no lo vieron. Siguieron en sus puestos cómodos. Cuando más tarde sus dirigentes acabaron en la prisión, tampoco lo vieron. Ese dolor de las familias no les afectaba de forma personal. No duden que cuando sean condenados tampoco cambiaran sus vidas. Han tenido la suerte que la Santa Barbara, lugar donde se guardan los explosivos, de Cataluña no ha estallado aún por simpatía. Ellos siguen allí como si nada hubiera pasado. Son funcionarios, periodistas, vividores del dinero público. Miles de personas que ponen el proces como el único momento de interés en su vida monótona y aburrida

A todos ellos habrá que hacerles ver algún día que el fracaso de la independencia ha sido su fracaso. No ya en lo personal, donde las depresiones de personajes mediocres ya hace su labor, sino también en lo profesional. Cerrar el proces no será sólo sentenciar a los políticos con años de cárcel. Debe ser también erradicar una forma de hacer Cataluña decidida por unos pocos para otros pocos. Una vida sedentaria del dinero público por un apellido, un contacto, siempre en nombre del dinero.

El dolor de unos debe ser el explosivo de los otros, y como mínimo, debería, de una vez, por simpatía trasladarse a esos que nunca pensaron que perderían. Esos que definitivamente deben entender, con dolor, que perdieron. Sólo así entenderán qué pasó en octubre del 2017. Mientras ellos se retuerzan hay que empezar a trabajar en crear una Cataluña diferente. Y eso pasa por proteger, cuidar, ensalzar y trabajar por una nueva Barcelona. Que estalle por simpatía el dolor en los cobardes, pero que el humo surgido en su ira interna mantenga a aquellos que lloramos hace dos años como un nuevo estigma de lo que debe ser el futuro. La vida sin dolor no es vida. Es sólo un trayecto aburrido.