Hace no muchos años se paralizó una guerra de bandas en Barcelona. Ambas eran de origen americano, una ecuatoriana y otra dominicana. Al final, cada una quedó con su territorio en la capital catalana y, como se dice, Dios en el de todos. Por cierto, aunque no lo crean, en esta historia, Dios es importante.
Estos últimos días se ha recrudecido una nueva guerra latente, en la baja intensidad, en nuestra ciudad. Los tiroteos de Poble Nou, y el contra tiroteo de Collblanc, que informábamos en Metropoli Abierta, abren un nuevo frente. Ahora el origen del conflicto no son ya dos bandas del otro lado del charco. Un nuevo jugador busca el control urbano, las bandas marroquíes. Como ven ni Dios comparte ahora el escenario.
Barcelona no es sólo un lugar donde la delincuencia ha crecido. Es ante todo el futuro: ese territorio donde el negocio oscuro de las drogas y delitos continuados han ido creando un sustrato por el cual bandas de origen diverso quieren competir. El pastel del dinero sucio en Barcelona es tan grande que hasta los muertos no valen nada. Tomar el control del submundo de la ciudad es muy apetecible. La impunidad creada por el equipo de gestión de Ada Colau es la gran responsable.
Mediar en un conflicto de bandas no es un tema baladí. Tampoco es un tema para un equipo de maleantes y principiantes como el que está al mando de la ciudad. Convertir la capital catalana en un escenario de violencia es la peor noticia para el turismo, el verdadero El Dorado, de nuestra ciudad. Ser la Tijuana o Caracas europea –las ciudades con más muertes violentas del mundo– parece el destino inmediato de Barcelona. Algunos creen que cuanto peor mejor para ellos. Y lo de todos les importa poco.