Estas últimas semana hemos vivido momentos convulsos, no sólo en nuestras calles, sino también en nuestras instituciones.

La sentencia del Tribunal Supremo fue la excusa perfecta para el sector independentista, a las puertas de unas elecciones electorales, para apelar de nuevo a las emociones del que ellos denominan “el poble de Catalunya”, y servirse de las instituciones para ello.

La primera reacción en el seno del Ayuntamiento fue la suspensión de las comisiones de trabajo a petición de ERC i Junts per Catalunya, sin consenso, sin consultas a los demás grupos municipales. Al parecer la sentencia requería imponer un duelo institucional equivalente a una dejadez de nuestras funciones como concejales.

La segunda reacción fue convocar un pleno extraordinario, por parte de la alcaldesa Ada Colau, como respuesta a la sentencia. Este pleno había sido pedido, no sólo por Barcelona en Comú, sino también por ERC i Junts per Catalunya. El objetivo no era otro que, una vez más, poner a la institución al servicio de su causa.

Esa misma noche empezaron los actos vandálicos y violentos en Barcelona y, ante la necesidad de llamar a la calma por parte de la alcaldesa, ésta se vio obligada a desconvocarlo a la mañana siguiente. Un pleno para posicionar al Ayuntamiento (o mejor dicho, a una parte de él), en contra de la sentencia sólo serviría para echar más gasolina al fuego que ya ardía por las calles de nuestra ciudad.

Ante esta decisión, los grupos de ERC i Junts per Catalunya decidieron abandonar las comisiones que finalmente se celebraron a principios de esta semana. En su particular “democracia” se hace lo que ellos quieren, se defiende lo que ellos defienden y se somete a las instituciones a sus reivindicaciones, puesto que de lo contrario no eres demócrata.

La democracia del nacionalismo independentista se resume en “las calles serán siempre nuestras. Las instituciones serán siempre nuestras¨. Pero, por fortuna, de la gran mayoría de ciudadanos y desventura de los partidos independentistas, el Ayuntamiento no está gobernado por Ernest Maragall, y aún con ciertas ambigüedades por parte de Ada Colau, parece que podemos mantener un cierto grado de sentido común.

Si queremos conseguir esa solución al conflicto que todos reclamamos es imperativo que todos los partidos políticos entiendan que las instituciones no practican activismo, que a quienes representan son ciudadanos y no fieles, y que jamás debe confundirse “programa político” con “propaganda”.