A estas alturas del cuento, uno está de villancicos hasta los mismísimos. El hartazgo es comprensible e imagino la tortura del dependiente de un centro comercial o de la cajera de un supermercado, que la pobre estará de villancicos hasta el colodrillo. Normal. Todo el santo día mirando como beben los peces en el río o en el camino que lleva a Belén. ¿Esto no tendría que estar regulado? ¿No se considera un atentado contra la salud mental de los trabajadores o algo así? Pregunto.
Pensaba en semejante suplicio, camino de regreso a casa, en una noche oscura... Por cierto, ¿se han fijado? Todos los malos cuentos comienzan con el "era una noche oscura". Eh... ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, de la noche oscura, de mi regreso a casa y mi tropiezo con Santa Claus.
El viejo estaba sentado en un banco (todavía quedan bancos en la ciudad, créanme) y no pasaba por su mejor momento. Su aliento de vino peleón, la mirada vidriosa y una voz cavernosa se juntaron para reclamar mi atención. "Oye, ¿no tendrás para un bocadillo?", me preguntó. No respondí porque había fijado mi atención en el rinofima que tenía por nariz. No era, en absoluto, una napia convencional, sino un semáforo rojo plantado en medio de un rostro rubicundo, corona de una barba que en su día fue amarilla como un campo de trigo, y hoy era de un blanco sucio y deslucido, de nieve urbana.
Supongo que habrán oído hablar de Rodolfo, el reno de la nariz roja. Pues no. El de la nariz roja, colorada y grande como un tomate, es Santa Claus. Es su signo distintivo. Así lo hice notar. "No será usted Santa Claus, ¿verdad?", pregunté. Se encogió de hombros. "¿No tendría que estar usted repartiendo regalos, ahora mismo?", insistí. "Eh, eh, sólo te he preguntado si tienes para un bocadillo, ¿vale?", respondió, un poco mosca. "Además, qué regalos ni qué regalos", exclamó, airado. "¡Cómo voy a repartir regalos si me tienen cortada la Meridiana!".
El mal genio de Santa Claus es otro de sus rasgos distintivos. Él fue quien, en defensa de la divinidad del Hijo de Dios, cruzó la cara de Arrio con un sonoro bofetón en el Concilio de Nicea. ¡Ya no se celebran concilios como ése ni se emplean argumentos de tanta profundidad teológica como aquellos! Pero me estoy desviando del asunto.
Santa Claus exprimió el cartón de Don Simón. "Coño, ya no queda", exclamó ante la triste evidencia, y echó el cartón a un lado. "¡Eh, tú! Que te he visto. Eso, al contenedor amarillo", saltó un urbano que pasaba por ahí. "Ya, como los renos, ¿no?", se burló Santa Claus. "No, los renos van al de residuos orgánicos", respondió el urbano, muy serio. Así que Santa Claus se levantó, recogió el tetrabrik vacío y lo arrojó al contenedor amarillo, como Dios manda, que por algo es santo.
"Perdone que le pregunte", intervine: "¿Qué le importa a usted que corten la Meridiana, si va en un trineo que vuela?". Santa Claus se vino abajo. Siguió una confusa perorata de la que pude deducir el siguiente argumento. Como los renos se tiran pedos, los renos contaminan. ¿Tienen etiqueta ambiental, los renos? No. Pues ni hablar de pasar con el trineo a la zona de bajas emisiones. "Y fue entonces cuando me pillaron. El trineo ni estaba matriculado ni había pasado la ITV ni nada. Yo qué sabía que un trineo... En fin, que adiós, trineo, adiós. Además, se llevaron a los renos a un centro de recuperación de fauna autóctona del Tibidabo", añadió. "Ah, no sabía que había renos en el Tibidabo", respondí. "¡Pues claro que hay renos en el Tibidabo! Siempre los ha habido", aseguró Santa Claus.
Luego estuvo un buen rato quejándose del trato de favor que recibían los Reyes Magos. Resulta (eso yo no lo sabía) que los camellos son más eficientes que los renos y tienen una etiqueta energética que les permite el tránsito por la ciudad. "Aunque no la tuvieran", aseguró, en voz baja, "tienen enchufe en el Ayuntamiento. Fíjese que cuando llegan a la ciudad va la alcaldesa a recibirlos y en cambio a mí...". "Pero aquí la tradición son los Reyes Magos", acerté a decir. Fue una mala idea. Se enfadó y por un momento creí que sufriría la suerte de Arrio. Exclamó, bruscamente: "¿Tienes para un bocadillo? ¿Sí o no?". "Es que no llevo nada encima... Ah, sí. Mire. ¿Le vale una tarjeta casual?", pregunté, exhibiendo el cartoncito, por hacer las paces. Se calmó, al verme con buena voluntad. "Gracias, pero con el trabajo que tengo esta noche, mejor me iría una usual, que con la casual no tengo ni para empezar", bufó.
Luego cada uno se fue por su lado. Me dio pena, qué quieren que les diga. A él también le toca trabajar en Navidad.