Hace ya prácticamente tres años se vislumbraba un cierto retroceso económico y social en cuanto a los niveles de bienestar conocidos por todos. Es evidente que venimos de una crisis económica del todo extraordinaria donde hemos visto lo peor del capitalismo salvaje, en definitiva el todo vale desprendido de cualquier nivel de ética y moral.
En cualquiera de los escenarios que podrían dibujarse, empezando por la seguridad, nadie podía imaginarse un derrumbe tan intenso como el que estamos viviendo en la actualidad. Me cansa ya hablar de los desequilibrios sociales tan heavys que estamos padeciendo en nuestra sociedad, algo que por otra parte da alas a los populismos y salvadores de la patria, que visto lo visto no han hecho otra cosa que intensificar aun más la ya siniestra realidad.
¿Y por qué hablo de una siniestra realidad?, Porque lo obvio no necesita de argumentación. Solo debemos atender a los datos y fijarnos en la renta disponible de la gente, el empleo, la seguridad, vivienda, carga fiscal, movilidad, medio ambiente y un suma sigue. Nada de lo que está pasando me gusta, al contrario, observo un declive progresivo que nadie es capaz de detener y la propia inercia del cambio me hace prever consecuencias aun más dramáticas de las vividas a día de hoy.
No podemos obviar tampoco la pérdida este 2020 del Mobile World Congress y de las preocupantes consecuencias económicas que tiene su suspensión para la ciudad, y si además de todo eso le añadimos la crisis del coronavirus y el más que evidente impacto en el turismo, parece que se estén confluyendo todas las piezas para una tormenta perfecta.
Sea como fuere deberemos hacer frente a esta realidad, y lo tenemos que hacer a sabiendas de un Ayuntamiento obsesionado por asfixiar la ya más que precaria economía de sus paisanos, con una subida sin precedentes de impuestos y tasas que ya veremos donde nos conduce, pero lo que sí sabemos es que han cerrado cuatro teatros, un montón de comercios, se anuncian despidos en el sector de la restauración y que el clima inversor en la ciudad está por los suelos. Por no hablar de otro de los motores de la ciudad que es la construcción y que está gripado por completo al haber dado luz verde a normativas legales tan surrealistas que han llevado a la ciudad a su verdadero derrumbe urbanístico. Uno de los grandes responsables de la situación actual es que hemos abandonado completamente la gestión a favor de ciertos sectarismos ideológicos.
Que el 25% de los barceloneses esté en el umbral de la pobreza, que venga alguien y lo explique porque es absolutamente vergonzoso e insostenible, siendo caldo de cultivo de situaciones con consecuencias insospechadas.
¿Hasta cuándo seguimos negando la realidad? Porque para hablar de lo guapo que soy y que tipo tengo va a ser que no. Cierto es que la gente no lleva muy bien eso del realismo pragmático, sintiéndose más cómodos con mensajes de optimismo y tranquilidad que nos acomoden en aquello que se le llama “esperanza en lo correcto”. ¿Pero el límite cuál es? Que más tendrá que pasar para darnos cuenta que estamos llevando a Barcelona al desastre, y digo desastre en lo social y en lo económico. Mucha responsabilidad de los barceloneses hay aquí pero esto es harina de otro costal y nos daría para unos cuantos artículos más. La desafección de la gente en la política es absoluta y eso es precisamente lo peor que nos puede pasar porque más allá, de lo que podamos pensar, en la política está la solución, en la buena política. Por ello, más que nunca, en una posición de desgaste y desmotivación máxima, es ahora cuando debemos recuperar el rumbo, retomar la senda de la expansión de los derechos sociales y económicos. Sin una economía fuerte y sólida, difícilmente podremos liderar cuestiones sociales de primera magnitud.
En cualquier caso, lo que no puede ocurrir bajo ningún concepto es que perdamos la fe en lo que somos y en nuestro total potencial como ciudad referente mundial. Barcelona es mucho más que todas estas dificultades juntas, hemos sido capaces de construir la mejor ciudad del mundo, pero no podemos detenernos y, mucho menos desentendernos, ahora y vivir de una herencia agotada, Barcelona debe liderar los nuevos desafíos mundiales y erigirse como lo debe ser, la capital inequívoca de la Unión Europea. Pero eso solo pasará si lo hacemos con el espíritu del 92, juntos y entre todos. No hay otro camino al éxito.