El actual confinamiento, ya sea en mayo o junio, se acabará. De forma rápida o progresiva, desaparecerán las restricciones a los movimientos de la población, volverán a realizarse eventos multitudinarios y veremos de nuevo grandes aglomeraciones en algunas calles de nuestras ciudades.
No obstante, de la noche a la mañana, Barcelona no volverá a la normalidad. Una gran parte de su tejido empresarial quedará muy tocado por la inactividad previa. Además, en las semanas siguientes a la reentré, en comparación con las mismas fechas del año anterior, los ciudadanos reducirán su gasto por precaución, la pérdida del empleo o la reducción de su salario. También vendrán muchos menos turistas.
No cabe duda que los anteriores factores provocarán la disminución de la demanda de bienes y servicios por parte del sector privado. Para recuperar el vigor económico del pasado, será imprescindible una valiente, decidida y considerable intervención de las distintas Administraciones.
Entre ellas, los ayuntamientos. En nuestro caso, el de Barcelona. Por tanto, en la nueva coyuntura, una pregunta aparece en mi mente: ¿qué podemos esperar de Ada Colau? Mi respuesta es rápida, escueta y contundente: nada. Ni sabe ni le interesa la economía. No tan a solo a ella, sino a ninguno de sus principales asesores.
La mayoría de los anteriores considera al capitalismo un sistema económico perverso al que deben combatir y, si es posible, eliminar. No son capaces de adoptar ni pensar medidas para mejorar su versión actual, y extraer su rostro más humano, porque desconocen cómo actúa. Nunca les ha interesado averiguarlo. Las más elementales leyes de la oferta y la demanda les son tan raras como las principales ecuaciones que configuran la teoría de la mecánica cuántica para la mayoría de los mortales.
Un ejemplo es su irrefrenable deseo de establecer un precio máximo sobre los alquileres de las viviendas. En cualquier manual de 1º curso de los grados de Economía y Administración de Empresas, en alguno de sus primeros capítulos, los autores la califican como una medida perjudicial para los ciudadanos que pretende favorecer: las familias más humildes.
No obstante, las anteriores líneas no suponen un menoscabo de nuestra alcaldesa, sino el reflejo de una realidad palmaria. Ada Colau es lista, hábil, conoce perfectamente sus puntos fuertes y débiles, quiénes pueden ser sus votantes y los que nunca lo serán. Actúa para los primeros e ignora a los segundos. No tiene complejos, a diferencia la mayoría de políticos y líderes catalanes y del resto de España.
Tiene la virtud de hacer creer a una parte de la población que es la niña en el bautizo, la novia en la boda y la muerta en el entierro. En otras palabras, sabe cómo chupar cámara y, por eso, parece que tenga un imán para atraer a los medios de comunicación. Sin embargo, cuando se repasan sus declaraciones, el resultado siempre es el mismo: ha hablado mucho, pero no ha dicho nada. Exactamente lo que hacen la mayoría de los políticos convencionales.
Además, es una gran artista, aunque últimamente está excesivamente encasillada en el melodrama, debido a sus habituales lloros. Si hubiera un Oscar, otorgado al mejor actor y actriz española de los últimos 40 años, el premio no sería para ninguno de los profesionales, sino para dos aficionados que se dedican a la política. Entre los hombres, el ganador sería Jordi Pujol y, entre las mujeres, Ada Colau. Ninguna otra le ha llegado a la suela de sus zapatos.
Ella era un activista y, aunque ahora cobra como alcaldesa, lo sigue siendo. Como portavoz de la PAH lo hizo genial. En su nuevo papel, no da la talla. Para estar al nivel de su cargo, es imprescindible tener grandes dotes para la gestión o rodearse de un equipo experto en ella. Ni lo hizo, ni lo ha hecho, ni ha progresado adecuadamente.
Debido a las anteriores razones, en los próximos meses, Ada Colau no hará nada significativo para ayudar a la recuperación económica de la ciudad. No obstante, no descarten que algunas ideas de sus socios de gobierno municipal las haga suyas y las dé resonancia mediática. Por supuesto, dará la impresión que se le han ocurrido a ella. Sin embargo, su escasa capacidad de gestión hará que se queden simplemente en una anécdota.
Es probable que en sus intervenciones públicas dé lecciones a todo el mundo. Entre ellos, al presidente de gobierno, la Comisión Europea y al BCE. Y, si está inspirada, hasta Xi Jinping, el máximo mandatario de China.
Por tanto, no es descartable que una parte de los habitantes de la ciudad, especialmente los que no disponen de tiempo o interés por profundizar en las noticias, lleguen a la convicción de que ninguna institución en España hace más que el ayuntamiento de Barcelona para impulsar la economía. Lo suyo siempre han sido muchas palabras y muy pocos hechos.
En consecuencia, el sector turístico debe descartar una gran campaña publicitaria en mayo, junio y julio para atraer nuevos visitantes a nuestra ciudad. La alcaldesa quería menos turistas y el Covid-19 habrá conseguido en dos meses lo que ella llevaba intentando desde hace casi cinco años.
Las start-up tecnológicas, cuya mortalidad por falta de financiación va a ser considerable, han de asumir que el ayuntamiento no hará nada por ellas, a pesar de que al gobierno municipal le encantan presumir de que Barcelona es la metrópoli del Sur de Europa donde existe un mayor número.
Tampoco serán significativas las ayudas a los cines, los teatros o casi cualquier establecimiento de ocio. En su proyecto de ciudad, tienen un carácter secundario. Los restauradores pueden estar contentos, si no adopta ninguna medida adicional que les perjudique más de lo que ya ha hecho.
El resto de comerciantes deben recordar que la resignación es una gran virtud. Ni les ayudará a realizar una gran campaña de marketing, ni les concederá subvenciones ni rebajas de impuestos. Si al final baja algún tributo, después de una intensa presión, la reducción será únicamente cosmética.
Por supuesto, tampoco intentará intermediar con los propietarios de los locales. Una actuación que debería tener como objetivo la condonación parcial o total del importe de los alquileres, durante el tiempo que sus negocios estuvieron cerrados por decisión gubernamental.
Ada Colau considera que ninguno de ellos le ha votado ni lo hará. Por tanto, su futuro no le interesa. Además, no posee los conocimientos económicos imprescindibles para ser consciente de que si el sector empresarial de la ciudad va mal, el ayuntamiento ingresará sustancialmente menos por impuestos y tasas. Por dicha razón, tendrá muchos más problemas para regar de dinero al tejido asociativo que la apoya y contentar a los vecinos y vecinas que han sido o pueden ser sus votantes
En definitiva, si en los próximos meses la actividad económica de la ciudad no da un sorprendente giro, nadie podrá acusar a nuestra alcaldesa de incumplir su programa. Ella siempre ha sido una ferviente defensora del decrecimiento. En otras palabras, de que en el futuro todos o una gran parte vivamos peor.
Su argumento está de moda: es imprescindible para salvar el planeta. A lo último yo me apunto como el primero. No obstante, también me gustaría proteger lo máximo posible a sus habitantes de las desventuras económicas. No es ni mucho menos incompatible, aunque así lo crea Ada.
Al leer estas líneas, ni se lamenten ni se indignen con ella. Tenemos lo que hemos deseado. Los votantes, y los pactos electorales, le han dado el bastón de mando. Y, si la comparamos con el incalificable Quim Torra, sale muy bien parada. Tanto, que a mí me parece la octava maravilla del mundo. Ya lo dice el refrán: “quién no se consuela es porque no quiere”