Sostiene Ramón de España: “Con el coronavirus no puede decirse precisamente que las relaciones entre la ciudad y el campo hayan mejorado. Más bien al contrario.” Verdad que Esopo ya observó en su fábula del ratón de campo y el ratón de ciudad. Que en el Siglo XV Juan Ruíz, Arcipreste de Hita, poetizó el mismo cuento. Que el siglo siguiente Antonio de Guevara detalló en su Libro de menosprecio de corte y alabanza de aldea. Y como cantaba Julio Iglesias, la vida sigue igual. O peor, desde que humanos cavernícolas sustituyeron a los dinosaurios extinguidos sin que pasase nada irreparable en el actual planeta de la pequeña princesita Greta. Sea como fuere, todo indica que el asunto empeora a causa de alcaldes y al-caudillos que incitan a sus guardias y vecinos a denunciar, chivar y delatar y multar a quienes entren en sus villorrios procedentes del Área Metropolitana de Barcelona.

¿Qué saben de más allá de Derecha del Ensanche del comandante Cerdà esas gentes de la Cataluña catalana profunda y ultramontana? Nada. Siguen encerrados en el país tan pequeño que cantó el folclórico vinatero con tercera residencia en Senegal. Allá donde se ven los campanarios inacabados porque no llegó más dinero del Condado de Barcelona. Y el que llegó, lo robaron y se lo repartieron sus ancestros. Incapaces de detectar las diferencias entre forasteros de Badalona, Castelldefels, L’Hospitalet, Molins de Rei, Sant Cugat, Santa Coloma de Gramenet o el manicomio de Sant Boi, no distinguen entre Sant Adrià del Besós, Sant Gervasi o Sants.  Además, presumen de no saberlo ni de querer aprenderlo. Con un autocar, un bocadillo y alguna manifestación en Barcelona tienen demasiado. Con su alcaldada embadurnando de amarillo las aldeas en lugar de mejorarlas. Con la arrogancia que otorga la ignorancia, se agarran a su mundo de clérigos, caciques e hijos y nietos de caciques. Porque su voto vale el doble que el de los barceloneses. Son superiores y quien no lo comprenda y acate, que no tenga residencia alguna en territorio cerril y hostil.

Cataluña está socialmente fracturada y un virus procedente de Wuhang, Perpiñán y cerca del Área Metropolitana de Barcelona acabará de partirle las piernas. Ufanos con sus cochazos, maquinarias, purines, subvenciones y facturas sin IVA, quieren expulsar a “indios”, “xavas” y “diesel” de las residencias, bloques de apartamentos y urbanizaciones que les sacaron de la nada y les ubicaron en el mapa del bienestar. Nadie se confíe, que ahí está el poblado, tras persianas y visillos, presto a denunciarles y a cobrarles sus impuestos anuales. Afirma Ramón de España: “Es una versión reducida y aún más mezquina de ese racismo larvado que existe en Cataluña y que la autoridad incompetente fomenta. El rencor del rústico y el desprecio del urbanita siempre han estado ahí.” Además, la envidia. Cuando marche el virus, se sabrá quién es el chivato, la delatora, el comerciante confidente de la policía, los que sonríen y apuñalan por la espalda. Tiempo habrá de devolverles la factura de su fractura.