El capitalismo se basa en que alguien decide invertir libremente su dinero a riesgo y ventura. Si gana mucho, mejor para él; si pierde, allá se las componga. Últimamente se está descubriendo que hay empresarios que no lo saben y cuando pierden reclaman que se les compense (como a los bancos). Con la pandemia, el número de inversores lloricas se ha disparado. Todos quieren subvenciones y que se les reduzcan los impuestos. Ni uno solo sugiere que ofrecerá compensaciones cuando le vaya de maravilla y gane dinero a espuertas. Son partidarios del libre mercado hasta que les suben el alquiler. En ese momento se vuelven defensores de la regulación pública de los costes, nunca de los beneficios.
Si el local es de propiedad pública, como ocurre con algunos del Port Olímpic de Barcelona, entonces los derechos del propietario no existen. Seguramente al amparo de alguna grieta legal, los inquilinos se han convertido en okupas y se niegan a abandonar unos locales con los contratos agotados. Ya es mala suerte que ocurra esto una vez en la que los beneficiarios iban a ser los vecinos de la zona. Beneficiados por ganar espacio público y por quitarse de encima la lacra del griterío, las peleas y otras “funciones sociales” similares. No consta que la asociación empresarial del ocio nocturno haya puesto el grito en el cielo por lo que, después de todo, es competencia desleal respecto a los empresarios del sector que ni son okupas ni se inhiben de las consecuencias.
Es comprensible que, en algunos casos, el Estado o el municipio decidan que conviene ayudar a una actividad porque es necesaria. Por ejemplo, el sector alimenticio, los suministros energéticos (aunque esos están más que bien tratados con pandemia y sin ella), incluso las farmacias y la cultura. Pero no toda actividad económica es igualmente necesaria. Las discotecas no lo son en modo alguno. Que las discotecas dejen de funcionar no supone problema alguno. Si alguien quiere bailar puede hacerlo en casa y si lo que busca es ligar hay mil modos supletorios. Todo depende de la habilidad de cada cual. Hay quien asegura que se puede ligar hasta en las iglesias. Y algún cura, consta que lo hace.
Las asociaciones de discotecas de Barcelona no lo ven así. Y se comprende perfectamente. Los empresarios han arriesgado su dinero y, al cambiar las cosas, pueden perderlo. Pero ese riesgo es consustancial al hecho de invertir y, desde luego, no puede hablarse en serio de la función social de las salas de baile, salvo que se tome la expresión en un sentido muy laxo.
Tienen a su favor que muchos pliegos de concesiones que la Administración se haga cargo de posibles pérdidas. Hay cláusulas de este tipo en las concesiones de autopistas y se han aplicado en el depósito de gas de Vinaroz, conocido como proyecto Castor. En ambos casos, las pérdidas son para todos y los beneficios para unos pocos. Pero a eso no habría que llamarle capitalismo. Más bien parece un juego de trileros.
Al mismo tiempo que callan sobre el Port Olímpic, los propietarios de este tipo de negocios, a los que no habría que estigmatizar porque haya reyertas a la puerta de algunos de ellos o porque se contraten en algunos locales a gorilas sin miramientos, han emitido varios comunicados reivindicando una supuesta función social y acusando a los poderes públicos de todos sus males. El último, hace unos días, ponía a caldo al Gobierno catalán por prohibir el baile en las pistas. Y, igual que hacía otro comunicado del 4 de junio, señalaba que las administraciones públicas están favoreciendo con esto “el botellón y las fiestas clandestinas” así como la organización de “fiestas privadas y raves ilegales”. ¡Hombre! A las administraciones públicas se les pueden cargar muchos muertos, pero no el de favorecer el botellón.
La guinda de uno de los comunicados es acusar a la Generalitat de “lanzar a los jóvenes a una socialización tras un confinamiento de más de 100 días y a unos encuentros sin control ni medidas sanitarias”. Habrá que explicarles que socializar no es malo ni enfermizo. Es, por ejemplo, lo que promueve la escuela.
Tienen razón los empresarios de la noche (expresión confusa donde las haya) en reclamar seguridad jurídica. Pero que los contratos del Port Olímpic caducaban lo sabían desde el día en que los firmaron. Que la pandemia haya afectado a estos negocios es muy triste para los inversores, pero lo mismo podía haberse producido un periodo de lluvias intensas y prolongadas y tampoco parece que eso genere derecho a compensaciones públicas