Es difícil encontrar una demostración más clara de incompetencia que la que protagoniza el gobierno de los neoconvergentes de JxCat y los republicanos de ERC en estos momentos. La estupidez –digámoslo claro-- de una consejera de Salud que era partidaria de las recomendaciones, al estilo de los países del Norte, frente a las imposiciones del Gobierno español ha derivado en las últimas horas en un desastre colectivo de consecuencias imprevisibles.
Los ciudadanos catalanes, tan cívicos o más que los daneses o los noruegos, se han pasado por el forro las recomendaciones de la señora Vergés y del señor Buch, el titular de Interior; dos personajes que han dado muestras nuevamente de sus incapacidades en la gestión de la cosa pública. La gente ha salido de Barcelona sin prestar atención a las sugerencias de estas autoridades. Y no digamos ya la afluencia a las playas de la ciudad, cuando el consejo es no salir de casa si no es imprescindible.
También han pasado de las buenas palabras de la alcaldesa de Barcelona, cuyo marido dejaba la ciudad con los hijos del matrimonio a la misma hora que ella insistía públicamente en la conveniencia de no viajar.
La Generalitat no solo es incapaz de organizar la Administración para hacer frente a una pandemia como la que sufrimos, sino que está desbordada por los municipios donde se concentra el grueso de la población catalana, que, al margen del color político de sus alcaldes, exigen corresponsabilizarse de las medidas que se deban adoptar. Una rebelión tranquila, un levatamiento no contra tiranos, sino contra incompetentes.
Nunca debió asumir la presidencia de la Generalitat, estaba obligado a abandonarla cuando fue inhabilitado, pero ahora la permanencia de Quim Torra al frente de la institución es grotesca. El daño que ha hecho y sigue haciendo a Cataluña en términos políticos es difícil de cuantificar, pero el que hace a Barcelona y a la industria turística del país no tiene nombre.
Contrariamente a lo que hacía el propio Torra y sus consellers, que no perdían ocasión para subrayar las contradicciones del Gobierno central en los días más duros de la pandemia, este no es momento de recriminar los fallos puntuales y poner palos en las ruedas –ocultando datos de contagios y fallecimientos, por ejemplo--, sino de aportar. Como han hecho los alcaldes del entorno barcelonés, donde viven la mayor parte de los catalanes, y donde se juega el futuro económico de Cataluña en estos momentos.
JxCat y ERC han demostrado sobradamente que el traje les viene grande, que no tienen hombres ni mujeres capaces de liderar la crisis, que carecen de ideas para responder al desafío que vivimos. Si no es momento para convocar elecciones, como han hecho Galicia y el País Vasco, si lo es para dar un paso atrás, para reconocer la manifiesta incapacidad de gestión que adorna a este consell executiu y tomar medidas de emergencia, como podría ser la formación de un Govern de concentración para hacer frente a la crisis; o incluso un Govern de tecnócratas, de profesionales capaces de gestionar y de tranquilizar a la población.
La situación caótica que vive Cataluña no es fruto de las maniobras de los poderes del Estado, de sus cloacas, de la policía patriótica o del deep state, aunque lo parece. Ni el más corrupto de los villarejos hubiera podido diseñar un método más eficaz para desnudar a estos nacionalistas aficionados. Porque ha bastado con que la Administración central dejara en manos de las autonomías la gestión de la pandemia para que la ineptitud de algunos de los gobiernos regionales –precisamente, los más soberbios-- quedara en dramática evidencia.