Barcelona está triste y, sobre todo, enojada. Harta de tanta miseria y mentira. De tanta incompetencia. El coronavirus tiene un efecto devastador para muchas personas y la supervivencia de miles de empresas pende de un hilo. Las imágenes del centro son desoladoras. La Rambla da pena, con muchos negocios cerrados, y los problemas se agravan en muchas calles del Raval y el Gòtic. Los trapicheos se disparan ante la pasividad de un consistorio que nos acribilla a impuestos y frena cualquier síntoma de recuperación económica con sus obsesiones dogmáticas.

En plena crisis económica y sanitaria, los comunes tapan su negligencia con falsedades y campañas de desprestigio, al más puro Goebbels, quien sostenía que “una mentira repetida mil veces se convierte en realidad”. El aparato de propaganda de Barcelona en Comú, muy activo, ahora pone el foco en la factura del agua y responsabiliza a Aigües de Barcelona de una subida dolorosa para muchos ciudadanos por la aplicación de una nueva tasa. Los barceloneses, tasa de cloacas al margen, pagan una tasa metropolitana de tratamiento de residuos y una tasa local de recogida de residuos, inventada por el gobierno municipal para maquillar sus cuentas.

Las últimas lecturas estimadas, motivadas por el Covid-19, también han podido incrementar el precio de algunas facturas. Aigües de Barcelona ya avisó de esta anomalía y corregirá cualquier desviación. Jordi Martí, con un discurso populista lleno de falsedades, emuló la peor versión del biopijo Eloi Badia y llegó a cuestionar que la compañía barcelonesa premie el consumo responsable del agua, un bien necesario para el planeta en una ciudad que ha padecido capítulos de sequía en un pasado no muy lejano.

Martí criticó que el consumo excesivo de agua en un domicilio sea más caro que el consumo sensato, un argumento absurdo que se contradice con su supuesta visión ecológica y sostenible de los comunes. Un compromiso que es una pantomima y que choca con la furgoneta cutre de Badia, que contamina más que mil demonios, con el coche obsoleto de Janet Sanz (la que quiere cargarse toda la industria automovilística de Barcelona), con los delirios de grandeza de Colau mientras se desplaza por Barcelona con su nueva flota y con las prisas de su pareja para irse de la ciudad cuando ella pide a todo quisque que no se mueva de casa.

Los comunes buscan la confrontación. La necesitan para eludir cualquier responsabilidad. Cuando la proliferación de narcopisos puso contra las cuerdas al gobierno de Colau, la alcaldesa activó una campaña contra el MACBA para calmar a los vecinos del Raval Nord, desesperados por las pésimas instalaciones de su Centro de Atención Primaria pero, sobre todo, por los problemas de inseguridad y convivencia del barrio. Ahora necesita otro enemigo para que no se hable del otoño traumático que le espera a Barcelona, con comercios y restauradores con la soga al cuello, indignados con la pasividad de Colau, una alcaldesa obsesionada con convertir Barcelona en un tetrix que dificulta la movilidad y el progreso de sus ciudadanos.