Cerca de cien grafiteros han sido detenidos en Barcelona por haberse dedicado a ensuciar vagones de metro y de tren entre 2017 y 2019, causando unos daños valorados en veintidós millones de euros. Entre las víctimas de la redada, una taquillera que trabajaba para una empresa subcontratada por Renfe y un joven milanés que se desplazaba a nuestra ciudad con la única intención de contribuir al supuesto embellecimiento de nuestros transportes públicos. No creo que tarden mucho en aparecer los inevitables defensores a ultranza de la libertad de expresión para abogar por el derecho de ensuciar, con coartada artística, de los detenidos, y puede que alguien con cierta culturilla saque a colación los casos de Banksy o de los difuntos Keith Haring y Jean Michel Basquiat.
Habrá que ver qué opina al respecto nuestra alcaldesa, aunque de momento está muy ocupada amargándoles la existencia a dueños de comercios con su fantástica tasa de recogida de residuos y tirándose del moño con Pilar Rahola, a la que ha dejado de seguir en Twitter tras las conversaciones telefónicas de ésta con David Madí por cuestiones financiero – patrióticas (la pregunta no es por qué ha dejado de seguirla, sino por qué la seguía, pero mejor no sigamos por ahí). En cualquier caso, si no Ada, seguro que alguien de los comunes sale en defensa de los cien pazguatos del aerosol, ya lo verán.
Me vuelven a la cabeza unas imágenes que vi por televisión hace años en las que aparecía un grafitero quejándose de que la autoridad no le dejaba dar rienda suelta a su creatividad en las paredes de Barcelona. Parecía un buen chico, pero su visión del mundo se me antojó francamente equivocada. “En alguna parte tendremos que pintar”, clamaba el hombre, como si enguarrar las paredes de la ciudad fuese un derecho constitucional. Evidentemente, él no era consciente del asco que daban las porquerías que plantaba en los muros, pero la sociedad en su conjunto, sí, de ahí que su labor se viera entorpecida por las fuerzas del orden. El tipo, que posaba frente a una de sus basurillas, no era precisamente el nuevo Keith Haring, pero eso no parecía quitarle el sueño: él tenía derecho a pintar en el espacio público e impedírselo era pura represión.
Aparte de una autoestima desquiciada, el principal problema de nuestros grafiteros es que carecen del más mínimo talento. Algunos, además, son más brutos que un arado y disfrutan más zurrando a un empleado del metro que les afea la conducta que trazando sus infames garabatos en los vagones. Otros se apuntan porque suena a actividad irreverente y antisistema; o por hacer el gamberro, algo que, reconozcámoslo, siempre ha sido divertido a ciertas edades. Si hay alguno con talento, no suframos por él porque acabará encontrando su camino, como lo encontraron Haring, Basquiat o Banksy y que suele pasar por una galería de arte. Por regla general, el que vale se las apaña para destacar: es el caso del italiano TV Boy, comentarista social a través del grafiti cuya obra está diseminada por la ciudad y en ningún caso puede meterse en el mismo saco que los estragos pseudoartísticos de los detenidos en esa operación conjunta de Mossos d'Esquadra y Policía Nacional.
Probablemente, todos serán insolventes, así que los contribuyentes no vamos a recuperar ni un euro de esos veintidós millones invertidos en limpiar sus porquerías, pero me conformo con que les quede claro que ensuciar vagones de metro y de ferrocarril ni es un derecho constitucional ni, en su caso, tiene excusa artística alguna.