Ada Colau es bipolar. O padece amnesia. O, seguramente, tiene mucho morro. La alcaldesa de Barcelona, la misma persona que hace un año subió las tasas de las terrazas hasta un 700% y que parecía menospreciar la angustia de los restauradores en la primera ola del coronavirus, proclama ahora que está preocupada por los problemas de bares y restaurantes, en pie de guerra contra el gobierno de la Generalitat. ¿No será que se acercan elecciones autonómicas?
Colau ni tan siquiera participó en las tensas negociaciones de la pasada primavera para rescatar a la restauración. Delegó el acuerdo en el PSC. En Jaume Collboni y Montse Ballarín. Ella ni se inmutó y Janet Sanz fue la cara de los comunes en la rueda de prensa que oficializó un buen acuerdo. Una cara agria, por cierto, como si a la segunda teniente de alcalde solo le importara que el espacio que se ganaba para ampliar las terrazas fuera en detrimento de los vehículos privados.
Los comunes, en esos meses tan convulsos, recibieron de lo lindo. Su falta de empatía fue criticada una y mil veces por Roger Pallarols, el director del Gremi de Restauració. Mientras miles de negocios se resquebrajaban por la crisis sanitaria y económica, Colau iba a la suya, pintando las calles con muy mal gusto y colocando bolardos por media Barcelona.
Colau, como mucho, tuvo la deferencia de permitir nuevas ubicaciones para las terrazas. De colocar mesas al lado de los tubos de escape de los coches y espacios poco atractivos para los consumidores. Y, por arte de magia, la alcaldesa de las obsesiones cambia su discurso, como si de golpe y porrazo se hubiera humanizado y sufriera por los más débiles.
La alcaldesa, populista en grado superlativo, disimula su mala gestión con gestos poco creíbles. Porque no cuela su apoyo a la restauración. No es auténtico. La auéntica Colau es la que seguirá poniendo Barcelona patas arriba, con nuevas superillas en el Eixample y el carril bici más absurdo de la historia: el de la calle de Aragó.
El carril bici de la calle de Aragó es un disparate mayúsculo. Un atentado a las políticas de movilidad de una metrópoli. Solo se explica por la voluntad de los comunes de intensificar su guerra al vehículo motorizado. No es un gesto más. La calle de Aragó es una vía rápida que une la Meridiana con plaza de Espanya. El nuevo carril bici obligará a ralentizar la circulación para evitar que se disparen los siniestros. Y, a más lentitud y atascos, más ruido y contaminación. Y, por supuesto, más enojo de los conductores y muchos ciudadanos. Dentro de unos meses, eso sí, los barceloneses tal vez ya puedan olvidar las penas en alguna terrazas. Y Colau, tan feliz.