El año 1959, Francisco Candel publicó la novela Han matado un hombre, han roto un paisaje. Transcurría en Can Tunis, allá donde la ciudad cambiaba su nombre y ahora sería, aproximadamente, la Zona Franca. Narraba el asesinato de un paisaje donde primero se hacinaron las chabolas, luego llegó la industria y mató aquellos campos. Con todo ello morían los primeros inmigrantes que llegaron y su sustrato humano. Era la crónica de personas nacidas en condiciones infrahumanas que acabaron sucumbiendo bajo una avalancha presuntamente civilizadora. Como ahora, la aventura del paisaje corre paralela a la de las personas que asisten a la liquidación de sus barrios.
Cada vez que se cierran comercios, bares, restaurantes, tiendas, hoteles, negocios y toda clase de establecimientos, calles y barrios de Barcelona prolongan una lenta agonía que comenzó con la alcaldesa Colau y con sus medidas para acabar con todo lo que signifique progreso. Desde coches, motos y turismo, hasta las tiendas de aquellos señores Esteve que simbolizaban al pequeño comerciante que crecía mediante el esfuerzo y el trabajo. Era el modelo comercial pequeñoburgués que Ada ya odiaba sin haber trabajado nunca en nada útil. Y desde antes de apuntarse a las okupaciones, a visitar dictaduras sudamericanas, a vivir del sistema subvencionado aparentando ser una antisistema, y a acosar a representantes políticos y sociales democráticamente elegidos, entre otras actividades poco cívicas.
Se movía entonces por la Vila de Gràcia, que era el emblema de una supuesta libertad anarquista y campo de entrenamiento de guerrillas urbanas nativas y forasteras. El mismo barrio al que ahora estrangula hasta el punto de no permitir ni que haya barriles en las puertas de los bares para que la parroquia pueda apoyarse cuando toma un café o una caña. Su coartada es facilitar el paso a los invidentes, como si los ciegos fuesen inútiles mentales a los que hay que reeducar porque antes de Colau no sabían ni salir de casa o de la cabina de la Once. Es su manera de exterminar la pequeña hostelería y de mirar hacia otro lado mientras los desahucios y desalojos de las guaridas de sus aliados okupas aumentan a un ritmo más eficaz, para tranquilidad y bienestar del vecindario.
Adicta a su doble moral, no retira los bloques de cemento y trampas viales que ya han causado y causarán más muertos. Ni pone marcando el paso a los ciclistas sin matricular que han matado a varias personas. Ni evita que muera gente de frío y abandono en las calles. Ni previene que no haya víctimas por confrontaciones en una arteria como la Meridiana. Pasa que matar paisajes y economías de barrio comporta unos índices de violencia, patologías mentales y suicidios de los que no se habla porque se registran más que nunca y no toca deprimir aún más a la población. No todo es culpa directa de la alcaldesa, pero en estos casos todo suma, como en una lluvia fina. Y a la historia pasarán las muchas desgracias cometidas bajo la vara de Colau.