Una vez más, y recordando el otoño caliente, estos últimos días hemos vuelto a ver nuestras calles llenarse de fuego y vandalismo bajo la excusa de defender la libertad de expresión. Si anteriormente la excusa era protestar por la sentencia contra los políticos del procés, esta vez, le ha tocado el honor a un rapero al que hace cuatro días nadie conocía y que hoy se ha hecho famoso porque, al parecer, en este país es muy progresista ponerse al lado de los que enaltecen el terrorismo, agreden periodistas y amenazan a testigos (las tres causas por las que se le ha dictado sentencia de prisión).
El debate público -que tiende siempre a simplificarlo todo- ha girado en torno a una gran mentira: que Pablo Hasél era condenado a prisión por injurias a la Corona. Y el debate político, básicamente el de la izquierda más radical y populista -al que incomprensiblemente se le ha sumado el partido socialista-, ha contribuido a condimentar y alimentar esta gran falacia al optar por mantenerse en la demagogia que tan buenos resultados electorales les ha dado.
El debate no es, hoy, los límites de la libertad de expresión –que los hay-, ni si esos límites se pueden traspasar simplemente por entornarlos musicalmente. El debate es si, desde los poderes públicos y desde los diferentes medios de comunicación, estamos ejerciendo debidamente nuestra labor de construir una sociedad crítica, sí, pero con principios y valores. Llevamos demasiado tiempo cuestionando nuestro Estado de Derecho, flirteando peligrosamente con postulados comunistas o incluso totalitarios, con unos gobernantes que no sólo son incapaces de condenar una manifestación violenta e ilegal, sino también de defender a nuestros cuerpos de seguridad cuando ejercen su labor.
En una sociedad en la que un ciudadano puede ser tildado de fascista por aquellos que le gobiernan simplemente por no pensar como ellos, algunos aspiran a que la libertad de expresión no tenga límites, a que los medios de comunicación estén sometidos al poder del gobierno y que la justicia no corte de raíz aquellas proclamas que inciten al odio, enaltezcan el terrorismo o señalen a un grupo al que atacar. Sólo imponen un único límite a esa libertad de expresión: que no les ofenda a ellos o a sus postulados.
Pero para ilustrar mucho mejor este ejercicio de hipocresía de la izquierda, simplemente basta con rememorar el reciente acto de “libertad de expresión” protagonizado por grupos de extrema derecha y neonazis, en Madrid, en el que una joven proclamó que el enemigo y culpable de todo es el judío y la reacción de esos mismos políticos y opinadores. Antisemitismo público, y delito de odio de manual que todos al unísono se apresuraron a denunciar, y con razón.
Es tan delictivo enaltecer el terrorismo como el holocausto, y quien no lo vea así es que tiene una doble vara de medir muy perversa.
Que Podemos/Comunes no condenen los hechos entra dentro de la terrible normalidad que vivimos. No podemos olvidar que el vicepresidente del gobierno considera que España adolece de “déficits democráticos”. Pero lo que realmente es preocupante es la postura equidistante que ha adoptado el partido socialista condenando los hechos con la boca muy pequeña y siempre con un “pero” detrás. Al parecer es más importante mantener la estabilidad de gobierno no enfrentándose a sus socios en Barcelona y en Madrid, que no defender nuestra democracia y a sus ciudadanos. Poniéndose del lado de Pablo Hasél se colocan ustedes, una vez más, en el lado equivocado, junto a los nacionalistas y antisistema que utilizan cualquier excusa para dinamitar la credibilidad de nuestro Estado.
Algunos llevan mucho tiempo pensando que la democracia supone que cada uno haga lo que le apetece, sin ningún tipo de responsabilidad y esperando que sus actos no tengan consecuencia alguna, porque la libertad está por encima de cualquier norma, ley u orden establecido. Esto no es democracia, es anarquía. Y esto, por cierto, solo nos traerá la ruina.