Varias ciudades españolas, y en especial Barcelona, llevan cinco días de desórdenes muy violentos, callejeros y nocturnos. Los vemos en televisión, y producen la extraña sensación de que aun y sucediendo a unas manzanas de casa, resultan como ajenos. Salvando las distancias, a la gente de una edad nos puede recordar aquella época del terrorismo etarra, cuando estando en el casco viejo de San Sebastián te enterabas por la tele de que en la calle de al lado unos patriotas habían arrebatado la vida a una persona. Igual habías pasado por el lugar, incluso habías entrado en el bar, y no te habías enterado porque no había quedado ni rastro: niquelado total, y silencio.

Es el proyecto de algarabía con el que sueñan algunas gentes y que cada vez tienen más al alcance de la mano, mes a tocar, como decían los patriotas nostrats. Un desorden con objetivos anarquizantes que finalmente comparten –o tragan, no sabría precisar-- JxCat y ERC. Increíble.

El relato de lo que pasa estas noches consiste en explicar los “enfrentamientos” entre la policía y quienes se manifiestan en defensa de la libertad de expresión. Estamos dando por hecho que las fuerzas policiales se “enfrentan” de igual a igual a gentes que rompen escaparates, prenden fuego a contenedores, motos, mobiliario urbano y lo que tengan más a mano. En un Estado democrático no existe tal figura, no puede existir. La policía no se enfrenta a nadie, sino que controla, reprime, somete, rechaza, protege, mantiene el orden y para eso tiene el monopolio de la violencia. Y punto. Hay mecanismos para localizar y sancionar el exceso policial si se produce.

Es curioso --dramáticamente curioso-- que cuando estamos viviendo una pesadilla que ni siquiera se les pasó por la cabeza a los revolucionarios de mayo del 68 --tampoco a Jorge Semprún--, las mismas gentes que lo alientan dan voces de alarma ante la amenaza del fascismo. No se dan cuenta de que ya ha llegado, y tampoco parecen ser conscientes de que el fascismo son ellos disfrazados con la máscara del siglo XXI.

Nuestra alcaldesa ha tardado cuatro días en reaccionar, y felizmente ha tratado de ponerse en la piel de los comerciantes y de los vecinos de su ciudad, que también tienen derecho a vivir en paz y a ganarse la vida.

Cabe felicitarse por el gesto de Ada Colau, que se ha puesto al lado de los barceloneses y de los funcionarios contra la barbarie. Ojalá ese pronunciamiento sea el inicio de una política de cercanía real a la calle, por encima de posicionamientos ideológicos maximalistas.

Si el precio de la formación de un nuevo Govern en Cataluña consiste en pasar por el tubo de los cupaires, que organizan las protestas, atacan a los mossos y después exigen que se les depure –creo recordar que a Dolors Sabater le hacía tilín la Consejería de Interior--, no cabe la menor duda de que es preferible quedarse sin Govern.

¡Total, llevamos así nueve años!