En la rueda de prensa del pasado lunes la consellera de Salut, Alba Vergés, se refirió al cansancio acumulado de la sociedad, la recurrente fatiga pandémica, que dificulta el mantenimiento de las restricciones. Su segundo de a bordo, el secretario de Salut Pública, volvió a insistir que es el momento de “dar más aire” a los sectores económicos. La consellera y portavoz, Meritxell Budó, confirmó ayer la información: la restauración ampliará horario a partir del lunes próximo. Parece que estamos ante un conato de rectificación. Empezamos a dejar atrás –esperemos que para siempre– los postulados de la eterna prudencia. Hace bien el Govern desechándolos: no podemos gestionar la pandemia al dictado, en exclusiva, de los indicadores epidemiológicos o asistenciales. La realidad social es algo más compleja, ciertamente. Vergés y Argimon incorporan a la ecuación dos factores: la salud de las empresas, por un lado, y el ánimo de la ciudadanía, por otro. Me gustaría profundizar en este último.

Tras el enclaustramiento domiciliario de la pasada primavera, los barceloneses –también los catalanes y los españoles– hemos asumido que la convivencia con el virus no será cosa de dos días y, en el entretanto, hemos retomado, aun con cambios, las rutinas –laborales, familiares, sociales, etc.– a las que cada cual estuviera acostumbrado. La ciudadanía, en otras palabras, se ha desconfinado y no parece estar dispuesta a permanecer encerrada en casa hasta que la generalización de la vacuna nos permita dar por definitivamente superada la pandemia. De ahí que las numerosas llamadas a reducir la vida social hechas desde el Govern hayan tenido escaso seguimiento. Lo vimos el pasado otoño, cuando bares y restaurantes fueron obligados a bajar la persiana durante 40 días: la población, lejos de quedarse en casa, abarrotaba playas, plazas y parques. Lo hemos vuelto a ver este fin de semana, con el macrobotellón del Born y las decenas de fiestas en domicilios particulares. La idea de seguir enclaustrados y aislados nos resulta insoportable. Y eso –conviene recordarlo– no nos convierte en personas insensibles al sufrimiento ajeno ni en ciudadanos incívicos o desagradecidos para con el personal sanitario.

La administración catalana, en cambio, no ha sabido navegar en las aguas de esta etapa de convivencia con el virus y durante meses se ha mostrado obcecada en forzar un nuevo lockdown. No de frente, sino por la puerta de atrás; es decir: dificultando el desarrollo de las actividades económicas sin llegar a plantear un nuevo confinamiento domiciliario. Siendo que la ciudadanía se ha resignado a seguir adelante con su vida, parece que la estrategia del Govern no ha servido más que para minar, innecesariamente, la resistencia de los restauradores. Así pues, los que se encuentren al frente de la gestión pública de la pandemia acertarán si acompasan las medidas restrictivas al ánimo de la sociedad. Acertarán si son capaces de involucrar a la ciudadanía en las distintas estrategias de contención del virus. Errarán si prolongan unas prohibiciones que la ciudadanía ni entiende ni comparte y que el tejido empresarial, extenuado, no puede seguir asumiendo.

Mientras escribo estas líneas, el espíritu de los restauradores remonta, animado por los cantos de sirena que entona el Govern. La expectación aumenta y las plantillas preparan su regreso. Bares y restaurantes deben recuperar el horario continuo, ininterrumpido, al menos hasta el toque de queda. Los negocios lo necesitan y la población lo demanda. Revertir la desesperanza colectiva y el desánimo empresarial se ha convertido en objetivo prioritario. La misma Cataluña que reivindicó el parón absoluto durante la primera ola debe mostrarse ahora igual de contundente con la reactivación económica.