Janet Sanz, teniente de alcalde de urbanismo, va a tener que presentarse el próximo día 15 en el juzgado para dar algunas explicaciones con respecto a su gestión de la casa Buenos Aires, un antiguo hotel de Vallvidrera que el Ayuntamiento compró después de permitir su okupación y denegar su venta a una empresa que pretendía derribarla y levantar un nuevo hotel. Se la acusa de prevaricación, omisión de la obligación de perseguir delitos y obstrucción a la justicia, pero supongo que ella lo negará todo e incluso se las apañará para presentarse como una víctima del capitalismo insaciable e insostenible o, directamente, del fascismo que nos amenaza constantemente y que en esta ocasión representa un fondo de inversiones que atiende por London Private Company.
Vaya por delante que mi simpatía por los fondos de inversiones es escasa, por no decir nula, pero la señora Sanz debería haberse despertado antes para poner coto a sus ambiciones inmobiliarias. Para ello, hubo que sacarse de la manga una norma posterior a la venta del inmueble que a los de London le olía a cuerno quemado: de ahí la querella. La manía que la administración Colau tiene a los hoteles solo es comparable a la que experimenta con los coches: en cuanto pueden prohibir que se construya un hotel, lo prohíben ipso facto, aunque luego el edificio acabe albergando apartamentos de súper lujo para ricachones internacionales, como ha ocurrido con el Deutsche Bank de la Diagonal con Paseo de Gracia. Hoteles, caca. Coches, caca. Con estos sencillos mantras, Ada y sus secuaces van tirando, apoyados en ese fabuloso “urbanismo táctico” que está embelleciendo la ciudad de una manera que no se recordaba desde los días de esplendor de Josep Lluís Núñez como constructor.
Pero volvamos a la casa Buenos Aires. Teniendo en cuenta que se trata de un edificio de finales del XIX, puede que la idea del fondo de inversiones –echarlo abajo y construir una obra nueva– no fuese la más adecuada. Pero, permitir la ocupación de la casa por una pandilla de antisistemas tampoco se me antoja muy brillante, dada la tendencia de esa gente a dejar los sitios que invaden en peor estado de como los encontraron. Los okupas en cuestión montaban unas farras del copón, que obligaban a los vecinos a llamar a la policía cada dos por tres, aunque nunca se detenía ni identificaba a nadie (¿siguiendo instrucciones de nuestro benéfico Ayuntamiento, tal vez?). Ante las diferentes maneras de destruir patrimonio que mostraban los okupas y los del fondo de inversión, lo mejor habría sido que el Ayuntamiento se hiciera con el edificio pagándolo con dinero público y lo convirtiera –como estaba previsto– en apartamentos asequibles, conservando la fachada y la estructura básica del viejo hotel Buenos Aires.
Pero los problemas llegaron porque se hizo todo a la manera de los comunes. Es decir, a lo bestia y de forma desordenada, prepotente y sobrada, que para algo son los inventores del “urbanismo táctico” y de las superillas. Al capitalista se lo trata a patadas, aunque tenga un contrato de compra firmado que nunca debería haberse firmado. Al okupa, con guante de seda, sin molestarse en comprobar los desperfectos que puedan haber causado a un edificio teóricamente singular. El capitalista se rebota y ya estamos todos en los juzgados, algo que podría haberse evitado si la señora Sanz hubiese actuado de otra manera.
Pero me temo que eso es pedir peras al olmo, pues los comunes son como son. La lista de irregularidades de la banda es larga: colocación de seres queridos en cargos a cuenta del erario público, subvenciones constantes a ONG dirigidas por gente del partido (véase la guarida de Caspe, 43), ascensos a acosadores sexuales de Parques y Jardines una vez pasado el tiempo del supuesto castigo… En ese orden de cosas, hay que reconocer que lo de la señora Sanz con la casa Buenos Aires no pasa de mera chapucilla.