Las elecciones autonómicas de Madrid tienen cuatro titulares. El PP gana y lo hace de una forma inapelable. El PSOE sufre una derrota indiscutible, incluso a manos de Mas Madrid. Ambos ítems tienen repercusiones claras para la dirección nacional de ambos partidos, sobre los que hasta ahora se ha articulado la democracia española. La tercera noticia en importancia es la desaparición de Ciudadanos como formación colateral, mientras que Vox y Podemos mantienen el tipo. La cuarta, y quizá no menos importante, es el deterioro de las instituciones democráticas del país, como si el transcurrir de los años y su uso las erosionara hasta hacerlas casi desaparecer.

Isabel Díaz Ayuso ha obtenido una victoria clarísima gracias a su habilidad y, también o sobre todo, a la torpeza de sus oponentes. Ha doblado el apoyo popular de su partido, y lo ha hecho en buena parte presumiendo de forma descarada de su estilo para saltarse a la torera lo que podríamos definir como el orden y el respeto a las instituciones democráticas.

No se trata de insultar a la presidenta madrileña o de faltarle el respeto, solo constatar lo que salta a la vista, valga la redundancia. Su campaña se ha basado en el mensaje implícito de que hacía lo que le daba gana en relación a las medidas de lucha contra el Covid porque su objetivo era la calidad de vida de los madrileños, no tanto su vida. Y eso tenía que ver con la libertad para pasear o entrar en un bar. Nada sobre la lucha contra la pandemia o la gestión sanitaria.

En el tramo final de la campaña se quitó la máscara del todo para decir en plena celebración institucional del Dos de Mayo que no había respetado al Gobierno de la nación porque no quería, porque desobedecía de forma consciente las instrucciones del encargado de coordinar la política sanitaria. Usó la celebración del día de la comunidad para atacar a sus oponentes, sin ningún reparo.

Ese menosprecio a las instituciones democráticas no es exclusivo de Díaz Ayuso, ni de su partido –que ha asistido a la nueva movida madrileña de convidado de piedra, todo hay que decirlo--, sino que se extiende a otras organizaciones.

Ada Colau se sumó al mitin final de Unidas Podemos en calidad de “alcaldesa de Barcelona”, tal como ella misma proclamó en el acto partidista sin que nadie le haya echado en cara tamaña barbaridad. Podía participar en el mitin, claro, pero en todo caso como delegada de Pablo Iglesias en Cataluña, como líder del partido hermano de Podemos, en la calidad de lo que ella quisiera, pero nunca como representante de la ciudad ni de su consistorio. Hasta ese punto ha llegado la degradación institucional en nuestro país, tanto da que se trate de la derecha como de la izquierda.

En todo caso, y a la vista de que Pablo Iglesias ha decidido sacrificar su carrera política en aras del envite madrileño, en el que su partido apenas ha conseguido sobrevivir y no quedarse fuera de la asamblea regional, gracias a la inmolación del líder supremo, Colau podría ser consecuente y aplicarse la lección. ¿Qué hacer tras un fracaso como el suyo, que va a Madrid representando fraudulentamente a Barcelona, y todo lo que consigue es que Podemos no sea extraparlamentario? Iglesias lo ha interpretado radicalmente...