Hace una semana, el Ayuntamiento de Barcelona anunció a bombo y platillo que había abierto 32 expedientes a varias inmobiliarias por incumplir la ley que limita la renta de los alquileres, y que las sanciones podrían alcanzar los 96.000 euros.

El consistorio, que actúa en este terreno de forma subsidiaria de la Generalitat, ha advertido que algunas agencias no incluyen en su publicidad el índice de referencia público que señala el tope del alquiler, tal y como obliga la ley. Lo más curioso es que solo uno de aquellos expedientes se refería a una vulneración efectiva de la norma: un caso en el que se había puesto un precio superior en más del 5% a lo que marca el dichoso índice.

La norma está parcialmente derogada por el Tribunal Constitucional, que ahora estudia un recurso a su totalidad, y había sido descalificada por el Consell de Garanties Estatutàries, dado que en su opinión invade competencias de la Administración central. Pero todo eso da igual, porque el objetivo del equipo de gobierno de Barcelona es marcar músculo ante los grandes operadores. De ahí que la concejal Lucía Martín diera el insólito paso de citar los nombres de las empresas a las que se había abierto un expediente para una sanción que quizá nunca se produzca. Era un ejercicio de admonición, de disciplina –más jarabe popular– contra los poderosos del sector: pura propaganda.

El Instituto Municipal de la Vivienda podría ser mucho más eficiente si no se dedicara a perseguir fantasmas con los que Barcelona en Comú nutre su permanente campaña electoral. Tiene los medios y la posibilidad de dar ejemplo y servir de guía para las ciudades de Cataluña que viven del turismo y que están desbordadas por la saturación.

Los pequeños ayuntamientos no tienen fuerza –a veces tampoco voluntad política porque sus concejales tienen intereses en el sector– para hacer cumplir las leyes plenamente vigentes que tratan de proteger tanto el derecho a la vivienda y la convivencia como el ecosistema y el funcionamiento racional de la industria turística.

Basta con abrir una web de alquileres turísticos en cualquier localidad, Barcelona incluida, para comprobar que la mayor parte de las ofertas de apartamentos plantean la sobreocupación como lo más normal del mundo. La Generalitat ha legislado en dos ocasiones, en 2009 y en 2012, para prohibir lo que podríamos denominar como pisos patera vacacionales y que proliferan en la costa catalana.

¿Por qué el consistorio barcelonés hace la vista gorda ante esta situación de abuso y de vulneración de la ley, pero se entretiene en la ausencia del índice que limita las rentas en los anuncios? Probablemente, porque Podemos y sus marcas territoriales han hecho bandera del alquiler de viviendas y no cesan de jalearlo como algo propio que les puede dar votos. ¿Qué más da si asistimos a una competencia desleal permanente con los hoteles, que pagan impuestos y crean puestos de trabajo reales, además de generar problemas en las comunidades de vecinos?