Entre las propuestas curiosas que se han leído estos días en torno a la franquicia barcelonesa del Museo del Hermitage figura la puesta en funcionamiento de un vaporetto, o sea, echar mano de Las Golondrinas, para facilitar la movilidad de ese cuello de botella que es la Nueva Bocana del final de la Barceloneta donde algunos quieren ubicar la instalación cultural.
Un pabellón de esas características presenta más ventajas que inconvenientes para la ciudad, aunque desde el punto de vista cultural no ofrezca nada relevante, según dicen los expertos. Podría ser un nuevo atractivo capaz de dar lustre al perfil de turismo masificado de Barcelona, sobre todo teniendo en cuenta que se trata de una iniciativa privada que, en principio, jamás reclamará recursos públicos.
Los impulsores del proyecto son Varia, un fondo de inversión luxemburgués que tiene el 80% de la Fundación Hermitage Barcelona, y el diseñador Ujo Pallarés, que además de poseer el 20% restante ha comprado los derechos del museo ruso para España.
El proyecto se complica cuando el Ayuntamiento de Barcelona, que tiene la última palabra, no acaba de hablar claro. Probablemente, porque no tiene las ideas claras o porque no quiere poner las cartas sobre la mesa.
Los promotores de la idea tratan de hacer negocio, lo que resulta del todo lícito e irreprochable. Otra cosa es cómo quieren hacerlo. Aunque lo niegan, la base de la cuenta de resultados del Hermitage local está en los cruceristas que llegan cada año a Barcelona y que desembarcan en muelles situados a escasa distancia del solar elegido.
El plan de negocio calcula que el primer año recibiría unos 800.000 visitantes, el 70% de ellos turistas; y que en una década la cifra casi se doblaría. Se trata de cifras poco realistas que lo fían todo al turismo de masas. La franquicia holandesa del Hermitage, que está en Ámsterdam, abrió sus puertas en 2009 y en 2019 tuvo 500.000 visitantes. Ocupa una edificación de estilo fabril del siglo XVII situada a orillas del Ámstel que fue un asilo para ancianos hasta apenas dos años antes de su inauguración como museo. O sea, en los Países Bajos todo es más modesto y normalito.
¿Por qué razón la franquicia barcelonesa del museo de San Petersburgo ha de situarse junto al mar? ¿Por qué, además, ha de ser en la zona más sacudida y degradada por el turismo, donde la gentrificación es más intensa?
Está dentro de la lógica de su negocio que los promotores amenacen al Ayuntamiento con demandas judiciales para asegurarse el máximo rendimiento de su inversión, o de sus gastos, como lo está que el consistorio actúe en beneficio de los barceloneses. Para eso debe disponer necesariamente de un modelo turístico en el que figure la oferta cultural a la que tantas veces se alude para huir de la saturación y del turismo de baja calidad. Debe saber qué zonas de la geografía barcelonesa tienen capacidad para absorber visitantes, aunque solo sean el 10% de las ensoñaciones que proyecta la fundación local del Hermitage.
Barcelona se abrió al mar hace ya tres décadas con un éxito incontestable, casi excesivo en algunos aspectos. ¿Por qué no explorar ahora otras zonas? ¿Qué tal el palacete Albéniz, propiedad municipal casi en desuso, de cómodo acceso, sin más vecinos que el MNAC, la Miró, el Etnológico, el Olímpico, entre otros, y situado en un entorno atractivo? La montaña de los museos. No es una astracanada republicana, en absoluto, porque seguro que el jefe del Estado preferiría ver cómo el antiguo pabellón de recepciones reales creado para la Exposición Universal tiene finalmente un uso que justifique su existencia.