Cuando se publique este texto ya habrá tenido lugar en Barcelona la tradicional verbena de San Juan, con sus petardos luminosos y ruidosos, sus saltos de hogueras, sus baños en la playa (si el ayuntamiento permite el acceso o si lo prohíbe, pero la gente pasa de todo) y demás elementos habituales de esta tradición milenaria. La gente, en general, se lo habrá pasado moderadamente bien, sobre todo después de tantos meses de pandemia represiva por nuestro bien. Pero hay un colectivo que estará que trina, algunos de cuyos miembros se tiraron al suelo hace unos días en la plaza de Sant Jaume para protestar por el estruendo de los petardos y sus funestos efectos sobre los animales domésticos. Por no hablar de los pájaros que puedan estar volando en pleno lanzamiento de elementos pirotécnicos y sufrir heridas al colisionar con alguno de ellos (o puede incluso que palmarla), pues no se les ocurre que la noche de San Juan, si eres pájaro, más vale que te pille durmiendo en un lugar seguro.
Los activistas del otro día, hombres y mujeres jóvenes en bragas y calzoncillos, recordaban a los anti taurinos que se cubren de pintura roja para sentirse toros por un rato y avergonzar a los aficionados a la fiesta, pero nos ahorraron las referencias sanguinolentas, tal vez porque en este caso no venían muy a cuento y es muy difícil disfrazarse de perro asustado o de pájaro alcanzado por un petardo en pleno vuelo. Aunque mi capacidad de pasmo ante las actividades de los animalistas radicales crece a diario, debo reconocer que me sorprendieron las propuestas de los opuestos a los petardos. Bueno, no es que estén totalmente en contra de ellos, pero piden que sean silenciosos, que no hagan ruido, que su explosión parezca propia de una película anterior al cine sonoro: exigen petardos mudos.
Igual es una demanda muy normal en una época en la que hay gente que quiere celebrar las primeras comuniones por lo civil, pero el ruido siempre ha ido unido a los petardos. Cuando yo era pequeño, siempre quería hacerme con los más ruidosos y con los que más se encaramasen en el cielo, donde la mezcla de la luz y la explosión era lo que más entretenía a mayores y pequeños. Un petardo, por definición, tiene que hacer ruido. Y sí, ya sé que al perro de la familia no le gustan y puede que hasta le causen una cierta angustia, pero hasta ahora, con meterse debajo de la primera cama que encontraba, el chucho iba que se mataba. Además, la cosa solo sucedía una vez al año. Si pasara cada día, no solo se volverían tarumbas los perros, sino también sus dueños. En la noche de San Juan, los perretes se alarmaban un poco, pero a todo el mundo le daba lo mismo, pues tras unas horas de inquietud, el querido chucho volvía a ser el mismo de siempre.
Si hemos de hacer caso a los manifestantes del otro día, la tortura que les infligimos a los pobres perros con nuestros malditos petardos es insoportable e indefendible. A mí, que alguien no tenga nada mejor que hacer que desnudarse en la plaza de Sant Jaume para exigir petardos insonoros me parece lamentable, aunque no tanto como lo de esos anti taurinos que se concentraban a las puertas de la Monumental para insultar a los que accedían a la plaza sin meterse con nadie o los que se alegran en público cada vez que la diña un torero. Teniendo en cuenta que en los cosos taurinos solo se muere el toro o el matador, mientras que en los estadios de fútbol ha habido tiros en las gradas (recordemos lo de Heyssel), ¿por qué nadie se manifiesta ante el Camp Nou, aunque solo sea para protestar por los sueldos desquiciados que se embolsan los jugadores?
Tras la cerveza sin alcohol y las primeras comuniones por lo civil, llegan los petardos mudos. ¿Qué será lo próximo?