Que levanten la mano quienes creían que esta noche de Sant Joan iban a mantenerse las formas, las distancias de seguridad y el respeto por el mobiliario urbano. Con eso creo que lo digo todo. Bienvenidos al botellón del año.

Los sociólogos, antropólogos, etcétera, contemplan el botellón con la misma pasión que un entomólogo examina una cucaracha hasta ahora desconocida y por clasificar. Imagino que más de uno habrá optado por el método Malinowski de observación participativa. El resultado habrá sido, seguramente, una taja como un piano, una resaca de aquí para allá y unos apuntes indescifrables. Pero, como es bien sabido, los antropólogos, sociólogos, etcétera, tienen una teoría y luego acomodan los hechos a la misma; no creo que les importe demasiado la calidad de sus notas.

Muy por encima, a la que un montón de personas se reúnen en la vía pública y se dedican a charlar, escuchar música y darle al alcohol, nos enfrentamos a un botellón. La ingesta de alcohol no está prohibida, como tampoco reunirte con tus amigos en público, mientras no montes un pollo, claro. El problema es cuando se juntan cientos de personas en un lugar en concreto dando lugar a un botellón. Las leyes no lo habían previsto.

Parece que hayamos descubierto el botellón cuando veíamos como muchedumbres de jóvenes que buscaban pasárselo bien, charlar, beber y ligar se saltaban las restricciones por la pandemia que se aplicaban, por ejemplo, en bares y discotecas. Los representantes del sector del ocio nocturno aseguraban que si les dejaran abrir sus locales, se acabaría con los peligros del botellón. Yo sólo les recuerdo que antes de la epidemia ya habían botellones.

Los vecinos de Gràcia o la Barceloneta están del botellón hasta el gorro, y no me extraña. De entrada, dormir cerca de un botellódromo es misión imposible. Al día siguiente, el panorama es desolador: una vía pública llena de papeles, plásticos, botellas rotas, basura, vómitos, orines, algún borracho durmiendo la mona… Suma y sigue: más de una noche, y más de dos, el alcohol ha encendido la sangre y ha habido peleas; los adolescentes acceden al alcohol a edades más tempranas y sin control, etcétera.

La permisividad o la indolencia, dígase como se quiera, de las autoridades ante el ruido y los desórdenes irrita a los vecinos. Esa desidia ha permitido que el botellón se haya convertido en una práctica habitual del ocio nocturno de jóvenes y adolescentes. Lo más suave que podemos decir es que las autoridades no saben qué hacer con el botellón.

Es aquí donde sociólogos, antropólogos, etcétera, una vez recuperados de la curda de la observación participativa y frente a sus apuntes, podrían indicarnos por qué toda una generación, o más de una, socializa botellón mediante y no en locales nocturnos a tanto el cubata de garrafón, objetivo final de los empresarios del ocio nocturno. Sería interesante saberlo, porque una vez planteado el problema, surgirá la solución. 

Se esgrimen muchas razones y condicionantes que explican por qué un joven acude antes a emborracharse a un botellón que a una discoteca. Se menciona con frecuencia a una juventud maltratada por la economía, lo que es muy cierto. Sus contratos son una mierda, tienen pocos ingresos y así resulta muy difícil independizarse y echar a volar. Eso explica que el botellón se asocie, por defecto, a la clase baja o media-baja. ¡Ojo! Añado que dos de cada tres habitantes de Barcelona pertenecen a la clase baja o media-baja.

La realidad es mucho más compleja. Hoy también se apuntan al botellón jóvenes universitarios de familias de clase media o media-alta. ¿Habrá botellones de ricos y botellones de pobres? No entro en el trapo; para eso tenemos antropólogos, sociólogos, etcétera. Me consta su afición por esta clase de problemas.

No creo que el botellón sea un fenómeno reversible. A corto plazo, desde luego que no. Ha venido para quedarse. Entonces, ¿qué hacer con él? Pues, sinceramente, no lo sé. Desde luego, no lo que hacen algunos, que es poco o nada. Cómo controlarlo o prevenirlo es algo que se me escapa. Suerte que para eso tenemos a las autoridades, ¿verdad?