Cualquiera que se suba a un autobús en Barcelona y se fije mínimamente en el pasaje que va entrando podrá comprobar dos cosas: una, que hay gente que no paga; dos, que hay jóvenes apuestos y muchachas en edad de merecer que utilizan la tarjeta rosa, reservada a personas con determinadas discapacidades y mayores de 60 años con ingresos reducidos. Se trata de un fraude pequeñito, porque el precio del transporte público en Barcelona está subvencionado y no es de los más caros de Europa, pero no deja de ser un fraude a la comunidad. La escasez de inspectores ayuda a que este tipo de estafilla se haya ido generalizando. Después de todo, el perjudicado es el erario público y ahí, ¡ay!, hay cierta bula.

 

Se dice que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Y mucha gente cree que la Hacienda pública no es un recaudador con fines de redistribución de la riqueza sino un ladrón que se apropia de lo que no es suyo y se lo gasta en farras de los dirigentes políticos. Nada que ver con el bien común. 

Cuando, por ejemplo, Artur Mas se queja de que el Estado quiere cobrar lo que él y otros como él se gastaron en un referéndum ilegal, lo que viene a decir es que el dinero público se lo puede gastar uno como quiera y en lo que quiera, con tal de tener acceso a la caja. Incluso sin tenerla, basta con controlar el DOGC y licitar para obtener el 3% de las licitaciones. Como si ese dinero no tuviera dueño y su uso no repercutiera en los recortes que él mismo impuso en sanidad y educación.

Con las mismas, aún no se ha oído a Pablo Casado condenar los tejemanejes que, con dinero público, se organizaron en los casos Gurtel y Kitchen. Que los policías se dedicaran a trabajar para el marido de Dolores de Cospedal, con vistas a entorpecer la labor de la justicia en un proceso que afectaba al PP, es un asunto sin importancia, aunque el dinero para pagar a los policías no salga del bolsillo de doña Dolores. Está claro que los policías que se dedicaban a espiar a Bárcenas y familia hubieran sido más socialmente efectivos vigilando el tráfico o protegiendo a mujeres amenazadas o persiguiendo delincuentes. Son cosas que se aprenden en las clases a las que no pudo asistir el líder del partido. No importa: se las convalidaron.

En época de Xavier Trias, su concejal Antoni Vives contrató en Barcelona Regional a un cargo de Convergència para no hacer nada, según establece la sentencia que condena a Vives.

Lo que piensan Vives, Mas y Casado lo tienen grabado en el cerebro los Junqueras, Romeva y otros sospechosos de haberse pulido más de cinco millones de euros en asuntos propios. Se quejan de que les pidan que devuelvan el dinero porque, en el fondo, creen que era tan suyo como de los demás. 

Es posible que ese muchacho que paga el autobús con la tarjeta del abuelo para ahorrar e irse luego de copas sea un botarate. No ha tenido tiempo de vivir y, probablemente, los estudios le han aprovechado tan poco como a Casado. Es mucho menos aceptable que los dirigentes políticos hagan tan poco aprecio del dinero público. Al fin, casi todo lo malo se contagia, de modo que el despilfarro al que muchos políticos se entregan cobrando mordidas o consintiendo tropelías acaba convenciendo al mozalbete de que todo el campo es orégano. Si Díaz Ayuso puede dar dinero a Toni Cantó para que se convierta en su particular Òmnium Cultural del español, si el marido de Cospedal puede privatizar los servicios policiales, ese joven cantamañanas también puede privatizar un poquito el autobús. ¿Qué es el uso inadecuado de la tarjeta rosa comparado con lo dilapidado por los gobiernos catalanes, con lo que se llevaron los del PP, con los amaños de los ERE en Andalucía, con lo que cuestan las banderas?

Además, si las autoridades metropolitanas han decidido ahorrar en inspectores (como hace Hacienda y por eso se le escapan tantos ricos) será porque valoran el fraude en el autobús o en el metro como de escasa importancia. Lo que se deja de ingresar sólo es dinero público, dinero de todos y de nadie. Reclamar estos dispendios es injusto, una iniquidad insoportable. Pero si fuera al revés, si las administraciones dejaran de pagar el sueldo a los diputados que sólo hablan de represión y no dan golpe, entonces habría que oírlos. Peor aún: no se podría dejar de oírlos todos los días y a todas horas, especialmente en TV3.