El Ayuntamiento de Barcelona ha explicado a los vecinos de la calle de Enric Granados que intentará pacificarla, pero que no hay que esperar grandes milagros. Es decir, que van a tener que aguantarse y seguir soportando el ruido de las terrazas, de día y también de noche porque los milagros, la verdad es que no existen. Ser libre, ya se sabe, consiste ahora en tomar cañas y hablar a voz en grito en mitad de la calle, según la escuela de Ayuso a la que parece apuntarse Ada Colau. Tuvieron, los vecinos, una fase tranquila durante el toque de queda, pero eso se acabó. Ya han llegado los tiempos gloriosos de la libertad. De día y de noche.

La hostelería es un negocio como otro cualquiera, pero con características claras: en la mayoría de los casos apenas aporta valor añadido y los sueldos de sus empleados son bastante míseros porque tampoco hace falta una gran formación. La hostelería de alimentación tiene, más o menos, horarios regulados y, durante los años en los que la gente trabajaba lejos de casa, cubría también una función social. Nada que ver con los locales de copas, cuya contribución a la riqueza común se produce sólo por la vía de las plusvalías privadas y de puestos de trabajo que fían una remuneración decente a la buena voluntad de las propinas de un personal con tendencia a la embriaguez. Una situación que en la calle resulta más molesta para el vecindario que si se produce en el interior de un local.

Pero el problema no es la hostelería. Entre los empresarios del sector hay de todo, como entre los curas y entre los periodistas. El problema es la falta de respeto hacia los vecinos de algunos hosteleros y de muchos clientes. En especial, los achispados. De día y de noche. Sobre todo, de noche.

Es evidente que se produce lo que los juristas llaman una colisión de derechos: el de los hosteleros y bebedores a practicar el libre mercado y el de los que viven en la calle y pretenden descansar en condiciones. En estos casos, ya se ha visto, siempre gana el mercado. Se liberalizan las condiciones de movilidad y consumo de alcohol sin atender a los riesgos de contagio de la pandemia y se permite el alboroto callejero (de día y de noche) porque genera beneficios empresariales. Y, tal vez, sólo tal vez, también un poco por desidia. Porque es más fácil no hacer nada y esperar que amaine el temporal y pase la pandemia.

Si esto ocurriera sólo en la calle de Enric Granados, quizás tendría un pase, pero la permisividad con el ruido se da en toda la ciudad (de día y de noche). Gràcia es un ejemplo de zona urbana de la que huir en fin de semana. También el Raval y desde hace poco los aledaños del Arco del Triunfo y de la Barceloneta, partes de Barcelona tomadas por las hordas que proclaman el derecho a la libertad de trago embriagador. Los franceses de 1789 tomaron la Bastilla porque tenían hambre. Hoy se podría tomar cualquier sede gubernamental para acabar con la sed a base de cerveza y calimocho.

Conviene añadir que al griterío, al arrastrar de mesas y sillas, a las risas y a los llantos hay que sumar que, pese a tratarse de una calle teóricamente pacificada al tráfico, a la práctica circulan por ella todo tipo de vehículos a motor o de tracción animal a velocidades que triplican la media del transporte público. No todos, es verdad, pero bastantes. De día y de noche.

Pero, en fin, el consistorio no está para milagros. De modo que no vale la pena rezar. Ocurre como en la villa situada en la orilla del río Wesser que sufre una plaga de ratas. Los ciudadanos se lamentan, pero el representante de las autoridades les explica: “Dios, querido rebaño, nos ha enviado una gran plaga. Resignación, conformidad, tengamos paciencia y humildad (...) sed buenos porque quien tenga fe será escuchado (...) confiad en las autoridades”. A lo que el pueblo responde con rotundidad: “Es que donde viven las autoridades no hay ruido”. En la obra en que esto sucede, El flautista de Hamelin, los actores hablaban de ratas, pero en la Barcelona de hoy, la verdadera plaga es el ruido. De día y de noche. Y, al parecer sólo cabe resignación, conformidad y grandes dosis de paciencia.