Asisto con desagrado a la cronificada polarización y simplificación de las discusiones en torno al futuro urbanístico de Barcelona. Me resulta incómodo tener que elegir entre ecología y economía productiva, entre una ciudad para sus residentes y una Barcelona turística, entre una ciudad sin coches y una ciudad motorizada. Incómodo e innecesario. Aunque he seguido con admiración toda la carrera del profesor Acebillo, no suscribo todas sus críticas feroces al equipo de gobierno municipal. Que conste que también considero ridículo, un oxímoron en toda regla, describir como urbanismo táctico la batería de parches y el sinfín de medidas inmediatistas que han sacudido la armonía del Eixample durante los últimos meses.
Un simple paseo por las calles de l'Esquerra de l'Eixample, donde resido desde hace más de una década, da la impresión de estar en una ciudad en guerra, como recién bombardeada, llena como está de barreras tipo new jersey de hormigón, pilonas, señalizaciones provisionales y marcas y contramarcas de pintura multiculor. Ni tanto ni tan poco. Porque por definición, la ordenación del territorio, la planificación de sus usos, el urbanismo que va al detalle, nunca puede ser táctico, siempre debe ser estratégico.
Soy de los que siempre han defendido las grandes aportaciones teóricas y aplicadas de Barcelona al modelo de ciudad mediterránea en la que vale la pena vivir, por su compacidad, por su complejidad, por su capacidad de cohesión. Desde esta perspectiva, más que de crisis de modelo, creo que lo que nos ocupa es la incapacidad de seguir cumpliendo con lo que fueron sus propósitos fundacionales. Nuestra ciudad ha perdido complejidad en el reto de saber mezclar usos residenciales, económicos y lúdicos. La inexistencia de una política ambiciosa de generación de suelo y el administrativismo que ha parecido tener un problema para cada solución han empeorado las posibilidades de acceso de nuestros jóvenes – y no tan jóvenes- a una vivienda, y, lo que seguramente es peor, nuestra admirada cohesión social se ha resquebrajado. Así, si a finales de los noventa podías pasear por cualquier distrito de la ciudad sin distinguir con claridad si estabas en un barrio de ricos o de pobres, hoy las distancias sociales entre unos y otros de nuevo se han acentuado. Ya no es cool reformarte un loft en según qué calle. La polarización es tan marcada, que incluso afecta a la esperanza de vida al nacer, mucho más longeva en unas zonas que otras. El descontrol es tan descorazonador que, casi como si viviéramos en Sao Paulo o en DF, muchos dejan sus relojes en casa cuando salen a pasear.
En estas circunstancias lo que menos necesitamos es bronca y confrontación. La ciudad necesita regenerar consensos y complicidades, políticos, sociales e institucionales. Lo resumió muy bien Josep Sánchez Llibre, hace pocas semanas, en las jornadas del Cercle d'Economia. Una ciudad tan maravillosa y atractiva como Barcelona no merece tener una administración local con apariencia de antipática, ideologizada y reacia a que la legítima ambición de la gente se abra camino. Porque si los ciudadanos se ganan bien la vida, si el talento local y el que puede tener la tentación de fijar su residencia entre nosotros percibe que, con su política fiscal, con su urbanismo, con su estrategia cultural y de servicios, con su exigencia ambiental, Barcelona vuelve a ser una ciudad amable, creativa, segura y de oportunidades, auguro que retomaremos la senda del progreso individual y colectivo más pronto que tarde.
Además, si Barcelona va bien, su progreso arrastrará al conjunto de Catalunya y al resto de España. La alternativa a este camino es la cronificación de discusiones bizantinas sobre si peatonalizar esta calle o aquella, sobre si los elementos de mobiliario urbano deben ser de diseño o vulgares, sobre si hay que replantar plátanos o brachychitons, proteger las cotorras o los jilgueros. Si quedamos atrapados en estas elucubraciones pasará aquello del árbol que no dejó ver el bosque y todos nuestros maestros que un día nos enseñaron a mirar las estrellas, quedarán mediocremente atrapados en el fango de la vulgaridad y el ruido. ¡(Re)unámonos pues, en torno a Barcelona!