Margarita Rivière Martí (Barcelona, 1944 – 2015) ya tiene una plaza a su nombre en la ciudad que la vio nacer y morir. Se inauguró hace unos días y está situada entre la Diagonal y la calle Numancia. Y yo que me alegro, pues tuve el placer de conocer a Margarita y les aseguro que era una gran chica. De hecho, fue de los periodistas adultos que mejor me trató cuando empecé a meter la nariz en esto del periodismo, un entorno laboral que, como todos (intuyo), fomenta cierta actitud perdonavidas de los profesionales hacia los pardillos que empiezan. Aquí donde me ven (o me leen), uno participó modestamente en la creación de El Periódico de Catalunya, del que Margarita era miembro fundador, aunque solo estuve unos meses, entre los números cero y los primeros ejemplares del quiosco (en aquellos tiempos, uno dimitía por cualquier cosa: si no recuerdo mal, de El Periódico me fui porque mi superior inmediato pretendía enviarme a entrevistar a Los Mustang, o algo parecido, y yo tenía un espíritu muy punk y no estaba para componendas).

Entre el 81 y el 84, Margarita publicó diariamente una entrevista estupenda en el diario y habló con más gente de la que yo conoceré en toda mi vida. Aunque empezó escribiendo sobre moda –fue la primera mujer periodista del Diario de Barcelona, junto a Teresa Rubio-, acabó abordando infinidad de temas socio-político-culturales y publicando una treintena de libros. Y como encargada de darme la bienvenida al mundo real (yo venía de la prensa underground), su actitud fue tan agradable y hospitalaria que se me quedó grabada para siempre. No pude despedirme de ella porque me pasé unas semanas hablando con un amigo común de cuando sería el mejor momento para visitarla hasta que acabamos llegando tarde, pues el cáncer le había dado el último mordisco.

A través de Margarita, pude conocer a su marido, Jorge de Cominges, un tipo estupendo que ejercía de segundo de a bordo de la gran Elisenda Nadal en la revista Fotogramas, un cinéfilo encantador que ha publicado algunas novelas de mérito y al que hace tiempo que no me cruzo, puede que porque los dos cada vez vamos a menos sitios. Con Margarita llegué a compartir un programa de radio que presentaba Adam Martín y en el que nos tocaba discutir con Víctor Aleixandre, pionero del lazismo y hombre de trato afable hasta que salía el temita y se convertía en el Diablo de Tasmania, papel que interpreta ahora en un diario del régimen que acoge sus jeremiadas antiespañolas. Aunque nunca llegamos a ser amigos íntimos –la brecha generacional es lo que tiene-, siempre reinó entre nosotros una simpatía y cordialidad mutuas que sigo echando de menos a día de hoy. La plaza en su honor se une ahora al premio que lleva su nombre y que recae en mujeres que hayan destacado en el noble oficio del periodismo. Y me ayuda a olvidar otras calles y plazas dedicadas a gente que no soporté en vida y que no voy a identificar para no crear mal rollo de manera gratuita. Me sorprende que no haya surgido entre el colauismo alguna voz disidente en el asunto de la plaza, alguien que hubiese descubierto que la difunta era una españolista funesta, una pija insensible al sufrimiento de la clase obrera o una representante de nuestra peor burguesía (menos mal que Asens y Pisarello se han ido a Madrid), y espero que no llegue a surgir nunca y me acaben cambiando la plaza de Margarita Riviere por la de algún caudillo azteca ejecutado por Hernán Cortés.

Margarita Riviere fue una gran representante de una Barcelona que ya no existe y que no era esa urbe a cuya decadencia tanto han contribuido lazis y comuns. Me alegro de que se la recuerde con una plaza a su nombre porque quiero creer que eso significa que aún no está todo perdido en esta ciudad: para mí representa un homenaje a lo mejor del progresismo, el feminismo y la cultura que es capaz de dar de sí Barcelona cuando la dejan.