Vuelven los caudillos, esos seres elegidos por Clío, la diosa de la historia, para resolver los problemas de todos. A la derecha le encantan los caudillos y procura fabricarlos siempre que puede. Abascal quisiera ser caudillo y no lo esconde. He ahí su debilidad. Esas cosas se buscan sin que se note. A Pablo Casado resulta difícil promoverlo al caudillaje porque su capacidad de arrastrar masas es más bien escasa. Lo tiene mejor Isabel Díaz Ayuso, de ahí la riña de gatos entre ambos. La izquierda, tan desnortada a veces, también parece empeñada en encontrar caudillos o caudillas. Yolanda Díaz, Ada Colau, Teresa Rodríguez, Mónica Oltra son presentadas repetidamente como una solución que ya no pasa por el “programa, programa” de Julio Anguita. Los socialistas parecen tener en el presidente del gobierno una fe ciega. Hay en la red una autodenominada “plataforma de apoyo a Pedro Sánchez” cuyos mensajes parecen invocaciones a modo de jaculatorias: ¡Oh señor presidente, eres nuestra fortaleza! Incluso la llamada sociedad civil se lanza a por caudillos. Ahí está el Barça, abrazado al catarí Xavi Hernández, la solución a todos los males del club. Y más si cabe.
En el caso del fútbol, si el Barcelona empieza a ganar ahora con los mismos mimbres que antes encajaba goleadas o, a lo sumo, no pasaba del empate, habría que pensar muy seriamente que los jugadores habían cambiado el comportamiento y preguntarse por qué. No sería la primera vez que le hacen la cama a un entrenador porque no le gustan sus métodos o sus horarios o porque hay un problema con las primas. Resulta difícil que sólo el cambio de entrenador pueda resolver, por ejemplo, los problemas económicos del club, regido por un tipo pariente de Pinocho que prometió que Messi no se iría, que dijo primero que no le gustaba Koeman y luego que no lo despediría y que ha tramitado una reforma estatutaria para seguir en el cargo más tiempo de lo previsto. Finalmente ha fichado a un entrenador, Xavi, que no entraba en sus planes, entre otras cosas porque apoyaba a otra candidatura. Y lo presenta como un caudillo. Un problema, porque el presidente del Barça tiene también vocación caudillista, por eso hubiera preferido tener en el banquillo a un empleado que dijera sí señor a sus múltiples ocurrencias.
La tendencia al caudillismo es un síntoma claro de una sociedad enferma. Ortega hablaba de una España invertebrada en la que las élites no eran capaces de proponerse como ejemplo de comportamiento para las masas. La Barcelona de hoy está también invertebrada y se encomienda a la búsqueda de caudillos vertebradores, como si no fuera la colectividad la que tuviera que tener sentido global. Hasta ese conglomerado que se dice de izquierda radical, la CUP, se entrega al caudillismo, para liquidarlo (Artur Mas) como si de ese modo se acabara el problema, o para reverenciarlo (Carles Puigdemont) aunque en privado no den por él ni un par de euros. Hay un problema añadido: los vertebradores debían incitar a las buenas costumbres y aquí el líder de la nobleza, el Rey emérito, invita más bien a todo lo contrario.
Las sociedades son organismos complejos, formados por individuos con capacidad de decidir. La elección de un caudillo implica la renuncia a esa capacidad, la entrega al líder de la propia libertad. Que se haga en nombre de una ciudad (Barcelona), de una patria (Europa, España, Catalunya, Tabarnia) o de otro Dios cualquiera, tiene escasa importancia. Es siempre una renuncia que implica aceptar el sometimiento.
La modernidad empieza con una declaración que puede leerse en el Discurso del método de Descartes: el sentido común, decía, es la cosa mejor repartida del mundo, pues nadie apetece más del que tiene. En efecto, casi todos los individuos e individuas se consideran a sí mismos tanto o más inteligentes que los demás y, en cuestiones políticas, lo son. Ésa es la razón por la que se organiza la sociedad sobre la base de que cada uno decida con el voto sobre cuestiones que le afectan a él privadamente y que atañen también al conjunto de la colectividad. En fútbol la cosa está muy clara: todo aficionado lleva dentro un entrenador tan bueno como Xavi. El caudillo es la negación de la razón universal sobre la que se basa la democracia y que expresa de forma precisa el lema de la revolución francesa: “libertad, igualdad, fraternidad”. El caudillo liquida la libertad de los ciudadanos; quiebra la igualdad al pretenderse superior, e impide la fraternidad porque él encarna la figura del padre y no la de un hermano. Y lo que es muchísimo más chusco: los caudillos nunca resuelven los problemas que había a su llegada. Salvo para sí mismos, como lo demuestran las familias de Francisco Franco (que se forraron) y de Jordi Pujol (que se siguen forrando). Todo, claro, por la patria.