Existe vida más allá del mundo oficial, de la Administración y de la política. Casi dos meses después de su inauguración, el Museo Moderno y Contemporáneo (Moco) de Barcelona, con vocación de negocio, situado en una zona saturada por el turismo y apoyando a los artistas locales, funciona como un tiro sin necesidad de apoyos públicos.
Reúne la mayor parte de las características que llevaron al ayuntamiento a oponerse a la instalación de una franquicia del Hermitage ruso en la ciudad y, sin embargo, no ha provocado ninguno de los inconvenientes temidos por el equipo de gobierno municipal.
La mera existencia del museo y sobre todo su éxito merecen una reflexión desde el punto de vista de la planificación cultural. Pocos días después de que abriera sus puertas, llamaba la atención la ostensible presencia de jóvenes entre sus visitantes, un fenómeno que aún se mantiene vivo y que los promotores del Moco, los coleccionistas holandeses Lionel y Kim Logchies, han cuidado desde el principio, como ya habían hecho en el primer museo que crearon en Ámsterdam en 2016.
Los precios de las entradas de ambos establecimientos reflejan esa orientación: es gratuito hasta los 13 años, con tarifas especiales para estudiantes, pero nada de descuentos para la tercera edad. Tienen tan claro a quién se dirigen como el arte que promueven: una apuesta (y el riesgo que comporta) sobre lo que marcará el futuro.
Esa disposición de proximidad con la gente joven se está produciendo también en otros recintos barceloneses, como Casa Ramona, Casa Batlló y Casa Amatller, que albergan muestras que aprovechan las nuevas tecnologías para abordar el arte a través de una experiencia más participativa y que desbordan los espacios museísticos. El centro comercial Las Arenas acaba de estrenar una exposición sobre Van Gogh que utiliza el mundo digital para acceder a una nueva tridimensionalidad.
La parte permanente de la exposición del Moco incluye obras del grafitero anónimo Banksy y del colectivo tecnológico japonés teamLab, dos creadores que curiosamente también están presentes en este momento en Barcelona en los espacios de Disseny Hub –The art of protest-- y de CaixaForum –Arte, tecnología y naturaleza, donde se incluyen los videojuegos--.
Son experiencias sobre lo que los especialistas llaman arte efímero, donde la comercialización no responde a los esquemas clásicos, donde conviven la cotización millonaria, la destrucción de obras a manos de sus propios creadores y la tecnología que impide la clonación.
Iniciativas positivas y bienvenidas que en muchos casos empujan empresas privadas poco sospechosas, o al menos tanto como las públicas, más allá de que quieran cuadrar sus números con beneficios; algo que no es pecado, pese a que ciertas ideologías instaladas en el poder de este país se empeñan en que sí lo es.