Brindándome una rosa roja de tallo largo, con una sonrisa abierta de ojos achinados, Pasqual Maragall entraba ligero en el edificio de la radio. Buscaba mi comprensión por llegar tarde --una vez más-- a nuestra entrevista. El edil acababa de inaugurar el modelo de parada de las floristerías de la Rambla. Años 90, los tiempos de “Barcelona, posa’t guapa”.
Me viene a la memoria ese instante cálido, cuando observo las tiendas de los “pakis” que proliferan por doquier, y ya han llegado a la práctica totalidad de los barrios de la ciudad, incluidos los pudientes, como Sarrià‑Sant Gervasi.
Si tu móvil se ha “ahogado” en la bañera y no funciona, un paki te lo arreglará. Si te lo han robado en el autobús y ya es la segunda vez, les puedes comprar uno de segunda mano. Que te has quedado sin aceite o te falta sal, vete a una tienda paki, y listo. Los pakis se dedican mayoritariamente a la tecnología y la telefonía, el envío de dinero a los compatriotas y, especialmente, regentan pequeños colmados de alimentación. Para la mayoría de nosotros, todo son ventajas: parece que abran a todas horas, en sus estantes encuentras todo lo imprescindible, hablan poco y atienden secamente, pero con eficacia. Habitualmente, dos hombres compatriotas, a veces tres, trabajan en el local. En las inspecciones, se acredita que uno tiene un contrato de trabajo; el otro “ha aparecido un momento a echarle una mano”. Prácticamente no hay mujeres. El dueño nunca está.
Desde 2017 hasta diciembre de 2021, según fuentes del Ayuntamiento de Barcelona, se han otorgado casi 900 nuevas licencias de obertura a “establecimientos de venta personalizada y de autoservicio” --según su terminología-- que mayoritariamente estarían regentados por propietarios originarios de Pakistán.
Pero más allá de que cumplan o no con la legislación de la Generalitat en lo que a horarios se refiere, o que rotulen en catalán (?) cuando apenas balbucean el castellano para entender que buscas un paquete de arroz y no de sal, estaremos de acuerdo en que los colmados pakis parecen almacenes que sobreviven al desorden: pasillos angostos, estantes repletos donde el detergente es vecino de la leche, la limpieza escasea y la estética resulta desconocida. Y es que la imagen de los pakis en Barcelona es pobre, casi cutre. Quieres entrar rápido, comprar lo que te falta y salir deprisa. Nada que ver con una feliz experiencia sensorial de compra. "Se trata de un negocio privado y no podemos decirles qué diseño debe tener su interior. Solo es imprescindible que cumplan con la ordenanza de fachadas, añaden desde la alcaldía de la Casa Gran". Definitivamente, Colau no es Maragall.
Claro que, en el DHUB, se ha abierto una nueva etapa ilusionante con Mireia Escobar al frente de la dirección. El impulso creativo para Barcelona del Disseny Hub (DHUB) --que da cobijo al Museu del Disseny, el FAD (Foment de les Arts i del Disseny,) el BCD (Barcelona Centre de Disseny) y la Biblioteca Josep Benet-- se traduce en apoyar con decisión al talento creativo emergente de la ciudad. El DHUB, alojado en un edificio emblemático y sugerente, conocido como “la Grapadora”, anhela ser el espacio dónde empresas, instituciones y personas hagan realidad sus proyectos creativos. ¿Se imaginan a jóvenes arquitectos y diseñadores concursar bajo el auspicio de un tribunal en el Disseny Hub para definir un proyecto que dignifique a las tiendas pakis? ¿A qué sería un primer paso no solo para ir recuperando la guapura de Barcelona y generar espacios dignos, sino también para que esa dignidad fuera envolviendo las condiciones laborales y de vida de los llegados con la inmigración? Sueño con eso. Nulla Ethica sine Aesthetica. Voto porque el DHUB se ocupe de los pakis.