Ha costado lo suyo, pero, por fin, la autoridad incompetente se ha decidido a poner punto final a los cortes de la Meridiana que llevaban más de dos años amargándoles la existencia por igual a vecinos de la zona y automovilistas que la atravesaban. La decisión, aparentemente, se tomó de un día para otro. Tras meses y meses de tragar quina y de no atreverse a chistar ante las efusiones patrióticas de una pandilla de jubilados sin nada que hacer hasta la hora del Telenotícies Vespre, el mismo gobierno autónomo y la misma administración municipal que no habían hecho nada en dos años decidieron que la cosa ya pasaba de castaño oscuro y había que clausurarla (dejando claro, eso sí, que la situación se había complicado un poco a causa de las provocaciones de los fachas, es decir, representantes políticos y ciudadanos de a pie que habían empezado a plantar cara a los jubilators lazis y, en algunos casos, a increparlos o a estar a punto de llegar a las manos; en previsión de males menores (por culpa de los “fachas”, claro), se optó finalmente por prohibir la tocada de narices cotidiana; o, mejor dicho, por trasladarla a una zona menos conflictiva, pues ya se sabe que el derecho de manifestación es sagrado, sobre todo si tiene connotaciones procesistas). En un país normal, el gobierno central habría tomado cartas en el asunto ante el abuso continuado de la paciencia de sus conciudadanos por una pandilla de desocupados que, además, cada vez eran menos, hasta el punto de que últimamente ya no cortaban la calle los jubilators, sino la propia guardia urbana. Pero en España, el gobierno de la nación solo se declara competente para lo que haga falta cuando le conviene, y con los pelmazos de la Meridiana corría el riesgo de contrariar a sus selectos socios de investidura.
Las dos primeras noches tras la prohibición, los carcamales de la Meridiana se la saltaron y siguieron tocando las narices donde solían sin que las fuerzas del orden cumplieran con su obligación de desalojarlos. A la tercera, fueron disueltos con suma educación, no se les fuera a lesionar un jubilator y tuviéramos un problema. Desde su duro e inhumano exilio, Puigdemont protestó por la prohibición, ya que, según él, jorobarles la existencia a tus vecinos es una manera insuperable de obedecer el mandato del 1 de octubre. Y su fiel Laura Borràs tuvo el cuajo de sumarse a los amotinados, aunque solo estuvo diez minutos y apenas dio tiempo para unas pocas fotos y algún que otro vídeo (enhorabuena por retratarse al lado del inefable Freddi Bentanachs, expistolero de Terra Lliure: justo lo que necesita un político que aspire a que se le tome en serio). Así demostró que ella solo obedece a la justicia española, aunque sea refunfuñando, y que las decisiones de su propio gobierno se las pasa por el arco de triunfo (otro clavo en su ataúd, a sumar al vodevil del caso Juvillà y a sus extraños mangoneos financieros de cuando dirigía la ILC).
Evidentemente, aquí nadie piensa pedir disculpas por los dos años de pitorreo lazi en la Meridiana. Como la cosa ya cantaba, se optó finalmente por chaparla, pero dejando bien claro que la culpa de todo era de los fachas provocadores. De la dejación de funciones por parte de la Guardia Urbana y la policía autonómica, ni una palabra. Y de la pachorra del gobierno central, tampoco. En la Cataluña actual (incluida Barcelona), el lazo amarillo (físico o mental) es el más eficaz “detente, bala” que quepa imaginar. Parafraseando al castrismo, dentro del lazismo, todo, y fuera del lazismo, nada (como bien sabe la alcaldesa de Vic).
¿Se conformarán los carcamales patrióticos con la placita que hemos puesto a su disposición para que se desfoguen un rato? ¿Optará Laura Borrás por cortar la Meridiana con su propio coche de lujo, colocándolo en batería cuando le dé por ahí? ¿Se disculpará alguien con los vecinos y automovilistas de la Meridiana? Solo tengo respuesta a la tercera pregunta: no. En el imaginario lazi, la tabarra de la Meridiana era una gesta cotidiana echada a perder por los inevitables provocadores españolistas de extrema derecha, esos miserables que, con tal de poner palos en las ruedas de la república, son capaces de cualquier atrocidad.
A mí me parece un milagro que en dos años nadie le haya partido la cara a algún viejo imbécil que, en vez de dedicarse a jugar a la petanca o a supervisar obras públicas, optaba por joderles la vida a sus vecinos noche tras noche.